Este es el tercer y último libro que leíste en tus vacaciones mejicanas. Dejaste escrito más arriba, o más abajo, según te refieras al tiempo o al blog, que Saramago te encanta desde que, no sabes como ni por qué, leíste su “Ensayo sobre la ceguera”, que no es un ensayo, sino una novela. También tienes dicho y escrito que Saramago es una excepción en tu reserva mental sobre la literatura extranjera. Saramago vive en España, domina perfectamente nuestro idioma y su traductora es su mujer, española.
Lo tienen fácil contigo para Reyes: una mudina, unos calcetos y algo de Saramago. Eso fue lo que ocurrió en las Navidades, cuando te trajeron lo último del portugués.
Comienzas leyendo: “Al día siguiente no murió nadie”. Así fue. En ese pequeño país sin nombre, que podría ser Portugal, aunque el libro habla de una monarquía y de varios países fronterizos, pues eso, en ese país no muere nadie en unos cuantos meses. Al principio todo son fiestas y alegría, pero a no tardar comienzan los problemas y las incomodidades: los hospitales se van saturando, porque la gente no muere, pero tampoco sana; las empresas funerarias quedan sin actividad y sus trabajadores buscan alternativas. Eso es imaginación para plantear cuestiones insólitas, además de una original redacción con pocos puntos y aparte, con unos diálogos que se reflejan todos seguidos, sin signos de interrogación, ni guiones, y el cambio de hablante se nota solamente por una mayúscula después de una coma. Párrafos largos, que al leerlos te imaginas a Saramago con su hablar cansino, algo monótono, traca, traca, traca.
Viendo la dramática situación que la patronal de los asilos plantea al Primer Ministro dan ganas de renunciar a la inmortalidad. A Saramago, nacido en el ya lejano año 1922, y que no verá muy lejana su propia muerte, le servirá de consuelo pensar que será un mal menor.
“el problema es peliagudo, porque con el paso del tiempo, no solo habrá más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que será necesaria cada vez más gente para cuidarse de ellos, resultando que el romboide de las edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares de feliz ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas, multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, adfinitium, se unirán, una tras otra como hojas que se desprenden de los árboles, al hormiguero interminable de los que, poco a poco consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del fémur, de los caquécticos, ahora inmortales, ustedes, señores que nos gobiernas, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado…”
Necesariamente esta situación acarrea unas evidentes consecuencias morales, por ejemplo, si nadie muriese, la filosofía y los valores serían muy otros y seguramente todo estaría permitido. Por otra parte, fuera de las fronteras la gente seguía muriendo y no parece que en otros países estuvieran más amargados. Como la muerte solo quedó suspendida en ese único país, nació una mafia que organizaba traslados de moribundos al extranjero, que se extinguían en la misma frontera. Ya tenemos un apunte sobre la eutanasia.
La muerte volverá, con intermitencias. Y no vas a decir más, no vayas a quitar la emoción a algún posible lector.
Y estando en Méjico hablas con tu madre y te dice que está disgustada, que murió Luis el de Madrid, el padre de Paco y de Matilde Fernández. Le faltaba muy poco para cumplir noventa años. Cuando eras más joven, te gustaba preguntarle por las historias de la guerra, que le tocó en los dos bandos. En la guerra perdió un ojo. Nunca lo viste enfadado. No le hicieron funeral pero tampoco habrías tenido oportunidad de ir. Ya fue casualidad que estuvieras también de vacaciones cuando murió su hijo Jose, o su hermano Valentín el de la Romía. Valentín murió en casa de una sobrina en Campomanes y siempre que llegas a Asturias por el Huerna y, mirando a la derecha, ves los tejados del pueblo, te dices: ahí abajo murió. Como dice Matilde, el tío Valentín. Para ti, sin embargo, eran los primos, porque lo eran para tu madre, los primos de La Romía.
Estando en Méjico te enteras también de que murió José Luis, pariente lejano, hijo de una ahijada de tu abuela, Rosario, a la que transmitió el nombre, cosas que vas valorando cuando te vas haciendo mayor.
Dos muertes reales y verdaderas, y hubo más, mientras, panza arriba, leías historias e historietas de otras muertes ficticias e intermitentes.
Lo tienen fácil contigo para Reyes: una mudina, unos calcetos y algo de Saramago. Eso fue lo que ocurrió en las Navidades, cuando te trajeron lo último del portugués.
Comienzas leyendo: “Al día siguiente no murió nadie”. Así fue. En ese pequeño país sin nombre, que podría ser Portugal, aunque el libro habla de una monarquía y de varios países fronterizos, pues eso, en ese país no muere nadie en unos cuantos meses. Al principio todo son fiestas y alegría, pero a no tardar comienzan los problemas y las incomodidades: los hospitales se van saturando, porque la gente no muere, pero tampoco sana; las empresas funerarias quedan sin actividad y sus trabajadores buscan alternativas. Eso es imaginación para plantear cuestiones insólitas, además de una original redacción con pocos puntos y aparte, con unos diálogos que se reflejan todos seguidos, sin signos de interrogación, ni guiones, y el cambio de hablante se nota solamente por una mayúscula después de una coma. Párrafos largos, que al leerlos te imaginas a Saramago con su hablar cansino, algo monótono, traca, traca, traca.
Viendo la dramática situación que la patronal de los asilos plantea al Primer Ministro dan ganas de renunciar a la inmortalidad. A Saramago, nacido en el ya lejano año 1922, y que no verá muy lejana su propia muerte, le servirá de consuelo pensar que será un mal menor.
“el problema es peliagudo, porque con el paso del tiempo, no solo habrá más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que será necesaria cada vez más gente para cuidarse de ellos, resultando que el romboide de las edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares de feliz ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas, multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, adfinitium, se unirán, una tras otra como hojas que se desprenden de los árboles, al hormiguero interminable de los que, poco a poco consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del fémur, de los caquécticos, ahora inmortales, ustedes, señores que nos gobiernas, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado…”
Necesariamente esta situación acarrea unas evidentes consecuencias morales, por ejemplo, si nadie muriese, la filosofía y los valores serían muy otros y seguramente todo estaría permitido. Por otra parte, fuera de las fronteras la gente seguía muriendo y no parece que en otros países estuvieran más amargados. Como la muerte solo quedó suspendida en ese único país, nació una mafia que organizaba traslados de moribundos al extranjero, que se extinguían en la misma frontera. Ya tenemos un apunte sobre la eutanasia.
La muerte volverá, con intermitencias. Y no vas a decir más, no vayas a quitar la emoción a algún posible lector.
Y estando en Méjico hablas con tu madre y te dice que está disgustada, que murió Luis el de Madrid, el padre de Paco y de Matilde Fernández. Le faltaba muy poco para cumplir noventa años. Cuando eras más joven, te gustaba preguntarle por las historias de la guerra, que le tocó en los dos bandos. En la guerra perdió un ojo. Nunca lo viste enfadado. No le hicieron funeral pero tampoco habrías tenido oportunidad de ir. Ya fue casualidad que estuvieras también de vacaciones cuando murió su hijo Jose, o su hermano Valentín el de la Romía. Valentín murió en casa de una sobrina en Campomanes y siempre que llegas a Asturias por el Huerna y, mirando a la derecha, ves los tejados del pueblo, te dices: ahí abajo murió. Como dice Matilde, el tío Valentín. Para ti, sin embargo, eran los primos, porque lo eran para tu madre, los primos de La Romía.
Estando en Méjico te enteras también de que murió José Luis, pariente lejano, hijo de una ahijada de tu abuela, Rosario, a la que transmitió el nombre, cosas que vas valorando cuando te vas haciendo mayor.
Dos muertes reales y verdaderas, y hubo más, mientras, panza arriba, leías historias e historietas de otras muertes ficticias e intermitentes.
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