Como cada cuatro años, aquel pueblo había pasado por
las urnas para decidir la mejor manera de celebrar las fiestas navideñas, al
menos la más familiar de todas, la Nochebuena. Durante
generaciones, salvada alguna discrepancia menor, el consenso había sido
general.
En la plaza mayor se montaba un belén monumental, en
alguna época incluso un pesebre viviente. En una inmediata plaza vecina se
levantaba un gran abeto, primorosamente iluminado, del que colgaban brillantes cajas,
detalles coloristas y fantasías originales. En otras plazas de la ciudad se armaban
árboles y belenes más modestos, pero todos los escaparates lucían bombillas de
colores y papeles de plata con corazones, estrellas o motivos abstractos.
En las elecciones recién celebradas no quedaba claro
cómo había de ser el decorado y la animación de la plaza mayor, es más, ese
punto había merecido contrapuestas ideas en los respectivos programas
electorales.
Algunos grupos propugnaban eliminar los árboles
navideños de la plaza vecina a la plaza grande y dejar como muestra única el
tradicional nacimiento, ampliando incluso sus dimensiones. Se apoyaban en el
argumento de la tradición y defendían una vuelta a las esencias originales.
Otro grupo afín admitía como mal menor la colocación
de árboles pero solamente en las plazas donde se pudiera acreditar su uso
tradicional, sin hacer extensiva la costumbre a los nuevos barrios de la
creciente ciudad. Ponían también como condición para alcanzar acuerdos la
prohibición de los ridículos papanoeles que trepaban por las ventanas. De haber
escaladores, que fuera un rey mago.
Un tercer grupo emergente de ciudadanos era
partidario de la coexistencia pacífica de nacimientos y árboles, pero dejando
bien sentado que al nacimiento no podría mostrar la indecorosa figura del
caganer y menos si enfundaba la típica senyera de su región. Si se transigía
cada región querría colocar su ángel diferencial, su buey o un San José de su
tierra y aquello sería un guiriguay inmanejable.
El cuarto grupo, por el contrario, daba por supuestos
el nacimiento y el árbol pero exigía que los villancicos se oyeran también en
su lengua cooficial.
El quinto grupo defendía que el nacimiento y el árbol
debían intercambiar su respectiva ubicación geográfica de acuerdo con los
últimos datos sociológicos de la práctica religiosa.
Por último, un sexto grupo propugnaba que lo que había
que celebrar era el solsticio de invierno, pero no cuadraban las fechas con las
vacaciones escolares y no tenían del todo definido su proyecto.
Llegó el día de votar, se contaron y recontaron las papeletas y el
resultado no arrojó una mayoría clara a favor de ninguna candidatura. Las
posturas quedaron más equilibradas e irreconciliables que nunca. No se
contemplaba una segunda vuelta. No había más remedio que pactar. El tiempo iba
pasando, se acercaba la
Nochebuena y nadie movía ficha. Otros años por estas fechas las
plazas ya lucían la tradicional decoración navideña.
Después de unos días de preocupante calma en la plaza
mayor, la mañana de la Nochebuena vivió un continuo trasiego de gentes y
furgones que iban apilando ángeles,
camellos, reyes, estrellas, pastores, ovejas, puentes, pozos, y las figuras de
los más variados y dispares tamaños, además de discretos montoncitos de musgo,
serrín, láminas de papel plateado, casitas de corcho, cables, bombillas,
enchufes,... Gracias al ejército de carpinteros voluntarios, armados con
martillos, serruchos, cuerdas, el belén fue cobrando forma en la plaza mayor,
en el lugar de siempre.
En la plaza contigua quedó instalado también el
espectacular árbol de navidad, con sus raíces naturales porque había que ser
respetuoso con la foresta. Trabajo costó a un regimiento de sacrificados jardineros
dejar asentado aquel ejemplar frondoso y mastodóntico.
Creían haber afirmado sólidamente las raíces en el
subsuelo pero a media tarde, se observó con preocupación que algunas losetas comenzaban
a resquebrajarse. Las ranuras se fueron haciendo mayores, al cabo alcanzaron el
tamaño de un dedo, pronto cabía un pie, la situación comenzaba a ser peligrosa.
En un santiamén cinco o seis delicados tentáculos convirtieron el árbol en algo
parecido a un pulpo móvil, que fue avanzando armoniosamente hacia la plaza
mayor para pasmo de cuantos viandantes curioseaban por los alrededores sin que
cayera ni uno solo de los adornos que lucía.
Se temía que en su avance el abeto invadiera como un
paquidermo las delicadas figuras del nacimiento, que a esas horas había quedado
totalmente perfilado. Pero no, se detuvo a una distancia de respeto, retrajo las
raíces, que apuntaron hacia abajo y, actuando como un silencioso berbiquí, el
ejemplar quedó anclado con firmeza muy cerca del centro geométrico de la plaza
grande.
Según la tradición, los belenistas cantarían villancicos
de inspiración más o menos religiosa, aunque esto había decaído algo en los
últimos tiempos. Por su parte, los del árbol entonarían, según su costumbre,
villancicos laicos que animaban al jolgorio y a la zambomba, a los polvorones y
a las burbujas.
Sorprendieron los belenistas al iniciar la entonación
del primer villancico, que los arbolistas escucharon con recelo. A punto de
iniciar el segundo, el portavoz de estos se adelantó hasta el cabecilla de los
belenistas. Platicaron un buen rato, llamaron a consulta al portavoz de los
posibilistas, al del solsticio y al del caganer diferencial. Pactaron que cada
grupo podría cantar sus propias canciones durante un tiempo proporcional a los
votos emitidos y que los demás escucharían en silencio, acordaron también que a
las ventanas de la ciudad podrían encaramarse reyes magos en los números pares
de las calles y papanoeles en los impares, y se podría cantar y bailar hasta la
medianoche.
A esa hora finalizaría la fiesta entonando todos
juntos el Asturias Patria Querida.
Así se hizo, de acuerdo con lo pactado.