2007/08/29

LA PESTE, de Albert Camus

Siguiendo con Albert Camus, después de EL EXTRANJERO acabas de terminar LA PESTE, lectura por la que te decidiste en el tiempo del bocadillo entre sorbo y sorbo de café, mientras hablabas o escuchabas de retrasos de trenes, de nacionalismos varios, de las últimas noticias de la prensa, de algún blog, de alguna disquisición jurídica o del arreglo del mundo.

Es imposible comentar en cuatro líneas todo lo que la obra te sugiere (el aislamiento, la importancia de la imagen, la eliminación de las abstracciones, la reducción de los sentimientos, el conocimiento como motor del hombre, la solidaridad radical, la esperanza) así que te conformarás con incluir algún párrafo suelto y recomendar su lectura.

La obra trata de una epidemia de peste que obligó a cerrar la ciudad de Orán, con las cuarentenas, calamidades y muertes que se suponen.

Recordando cifras históricas de muertes por otras pestes:
“Ciertas cifras frotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de Constantinopla, que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además, habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento anónimo. Pero naturalmente, esto es imposible de realizar y, además, ¿quién conoce diez mil caras?”

“Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras “transigir”, “favor”, “excepción” ya no tenían sentido.”

“Las comunicaciones telefónicas fueron severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne, fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: “Sigo bien. Cuídate. Cariños”.

“Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante. Así pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio.”

“La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían y mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores muchos más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es ésta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible”.

“Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. A decir verdad, todo se volvía presente, la peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad, pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes.”

(Rambert era una periodista al que la peste le pilló haciendo un reportaje en Orán y quedó encerrado. Hizo todo lo posible por salir hasta que, a punto de conseguirlo, decidió quedarse).
“- Doctor –dijo Rambert-, yo no me voy: quiero quedarme con ustedes.
- ¿Y ella?.
Rambert dijo que había reflexionado y seguía creyendo lo que siempre había creído, pero que sabía que si se iba sentiría vergüenza. Esto le molestaría para gozar del amor hacia su mujer. Pero Rieux se enderezó y dijo con voz firme que eso era estúpido y que no era en modo alguno vergonzoso elegir la felicidad.
- Sí –dijo Rambert-, puede, pero uno también puede tener vergüenza de ser el único en ser feliz.
Tarrou hizo observar que si Rambert se decidía a compartir la desgracia de los hombres, ya no le quedaría tiempo para la felicidad. Era necesario que tomase una decisión.
- No es eso –dijo Rambert-. Yo había creído siempre que era extraño a esa ciudad y que no tenía nada que ver con ustedes. Pero ahora, después de haber visto lo que he visto, sé que soy de aquí, quiéralo o no. Este asunto nos toca a todos”.

La muerte de un amigo cuando ya comienza a superarse la peste:
“El doctor no sabía si al fin Tarrou había encontrado la paz, pero en ese momento, por lo menos, creía saber que para él ya no habría paz posible como no hay armisticio para la madre amputada de su hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo”.

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