Vas a intentar encontrar una buena justificación para un monumental despiste. A ver si cuela.
Vamos a suponer que vas a Washington y te coincide un día de lluvia, de manera que pasas delante de la National Gallery of Arts y lees en un cartel que ese día la entrada es gratuita. Por ese precio te decides a entrar simplemente a esperar que pare de llover. Te encuentras con el “Laocoonte”, un cuadro de El Greco en el que, al fondo, destaca la silueta de Toledo. El paisaje te suena pero lo achacas a que aparece en otros cuadros de El Greco. No es de sus obras más conocidas, y te parece que no la viste nunca, “ni en pintura”. Sin embargo en una nota explicativa al lado del cuadro lees que lleva no sé cuantos años en el Museo y que solo salió hace un lustro para una exposición temporal en el Museo del Prado. Caes en la cuenta de que viste esa exposición.
Ahora no vas a una suposición sino a una realidad. De vuelta de Méjico, y a toro pasado intentas documentarte sobre el arte y la cultura mayas para entender un poco lo que viste. Abres una “Guía Visual de Pintura y Arquitectura” que salió en fascículos hace unos años en EL PAÍS, das con una pirámide maya y te dices: “coño, la pirámide a la que yo subí”, y resulta que no, que es una pirámide también maya, pero de Guatemala. Te dices: “Mereciote la pena ir hasta allí para no distinguir una piedra de otra”.
En otras ocasiones, para consultar cualquier duda abres uno de tus libros y te sorprendes ante un párrafo que te parece brillantísimo, originalísimo, pero el párrafo está subrayado y está subrayado por ti, porque por la forma de subrayar sabes si la cosecha es tuya. Te preguntas que cómo es posible que aquello no te sonara de nada. Pues siendo.
Sirva lo anterior como disculpa para lo que sigue.
Comienzas a leer “El hereje” despanzurrado a la sombra en la tumbona de la playa. Cuando llevas unas páginas te dices: “Yo creo que este libro ya lo empecé a leer”. Y le preguntas a tu mujer: “Oye, ¿habré leído algo de la Inquisición últimamente, o habremos visto alguna película? porque parece que algunas cosas me suenan ¿esa película del Alatriste no trataría de algo de la Inquisición?”.
Cuando vas por la página 100, te dices: “Yo hasta aquí, por lo menos, ya llegué antes”, pero avanzas y muchas cosas te parecen nuevas. Cuando llegas al final te das cuenta de que el libro ya lo habías leído hace unos veranos.
Te consuelas pensando que bueno, el libro está bien, y si el libro está bien ¿por qué no lo vas a leer otra vez? ¿No ve la gente películas que sabe que ya vio, por ejemplo, cuando las echan por televisión? Sí, claro, pero lo que no es normal es comprar una entrada para una película ya vista.
Lo de El Hereje te pasó por no devolver a tiempo un libro que no era tuyo, de manera que ya sabes lo que tienes que hacer, devolverlo inmediatamente, no vaya a ser que te repitas en las próximas vacaciones. Lo dejas en la zapatera y mañana mismo lo entregarás a su dueña, tu hermana.
Vamos a suponer que vas a Washington y te coincide un día de lluvia, de manera que pasas delante de la National Gallery of Arts y lees en un cartel que ese día la entrada es gratuita. Por ese precio te decides a entrar simplemente a esperar que pare de llover. Te encuentras con el “Laocoonte”, un cuadro de El Greco en el que, al fondo, destaca la silueta de Toledo. El paisaje te suena pero lo achacas a que aparece en otros cuadros de El Greco. No es de sus obras más conocidas, y te parece que no la viste nunca, “ni en pintura”. Sin embargo en una nota explicativa al lado del cuadro lees que lleva no sé cuantos años en el Museo y que solo salió hace un lustro para una exposición temporal en el Museo del Prado. Caes en la cuenta de que viste esa exposición.
Ahora no vas a una suposición sino a una realidad. De vuelta de Méjico, y a toro pasado intentas documentarte sobre el arte y la cultura mayas para entender un poco lo que viste. Abres una “Guía Visual de Pintura y Arquitectura” que salió en fascículos hace unos años en EL PAÍS, das con una pirámide maya y te dices: “coño, la pirámide a la que yo subí”, y resulta que no, que es una pirámide también maya, pero de Guatemala. Te dices: “Mereciote la pena ir hasta allí para no distinguir una piedra de otra”.
En otras ocasiones, para consultar cualquier duda abres uno de tus libros y te sorprendes ante un párrafo que te parece brillantísimo, originalísimo, pero el párrafo está subrayado y está subrayado por ti, porque por la forma de subrayar sabes si la cosecha es tuya. Te preguntas que cómo es posible que aquello no te sonara de nada. Pues siendo.
Sirva lo anterior como disculpa para lo que sigue.
Comienzas a leer “El hereje” despanzurrado a la sombra en la tumbona de la playa. Cuando llevas unas páginas te dices: “Yo creo que este libro ya lo empecé a leer”. Y le preguntas a tu mujer: “Oye, ¿habré leído algo de la Inquisición últimamente, o habremos visto alguna película? porque parece que algunas cosas me suenan ¿esa película del Alatriste no trataría de algo de la Inquisición?”.
Cuando vas por la página 100, te dices: “Yo hasta aquí, por lo menos, ya llegué antes”, pero avanzas y muchas cosas te parecen nuevas. Cuando llegas al final te das cuenta de que el libro ya lo habías leído hace unos veranos.
Te consuelas pensando que bueno, el libro está bien, y si el libro está bien ¿por qué no lo vas a leer otra vez? ¿No ve la gente películas que sabe que ya vio, por ejemplo, cuando las echan por televisión? Sí, claro, pero lo que no es normal es comprar una entrada para una película ya vista.
Lo de El Hereje te pasó por no devolver a tiempo un libro que no era tuyo, de manera que ya sabes lo que tienes que hacer, devolverlo inmediatamente, no vaya a ser que te repitas en las próximas vacaciones. Lo dejas en la zapatera y mañana mismo lo entregarás a su dueña, tu hermana.
Salvando lo anterior, la novela se lee bien. Delibes escribe llanamente y no tienes que llevar chuleta aparte sobre quien es cada personaje porque prácticamente en cada párrafo te recuerda quién es quién:
“Del servicio pasaba a sus hermanos, Don Ignacio y doña Gabriela, de don Ignacio a Dionisio Manrique, el jefe del almacén, del jefe del almacén a Estacio del Valle, el corresponsal en el Páramo, y de Estacio del Valle a los demás corresponsales de la meseta y a sus amigos de la taberna de Dámaso Garabito”.
Ocupa un lugar destacado en la trama el inquisidor Valdés, casualmente el fundador de la Universidad de Oviedo, recordado con una estatua en el patio de la propia Universidad en la sede central del Rectorado, en la calle San Francisco. Meditas de pasada sobre la memoria histórica, sobre los nombres de las calles, sobre cuándo hay que trazar una raya en el tiempo, sobre la prescripción de los horrores.
“Entonces, el inquisidor ordenó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba del techo. Cipriano temía más los preparativos del suplicio que al suplicio mismo. Pero cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le dejó suspendido en el aire, tuvo el convencimiento de que, en su caso, la garrucha resultaría ineficaz. Le habían desnudado de cintura para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la desproporcionada musculatura del reo. El objetivo de la garrucha era desarticular al torturado en virtud de su propio peso. El verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin demora. Tornó luego a suspenderlo en el vacío de manera que Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. El inquisidor sentía frío y torcía la boca, experimentaba una rara frustración.
- El potro –dijo lacónicamente.”
A partir de ahora, cuando pases por la calle San Francisco y, sin detenerte, mires hacia el patio de la Universidad y veas la estatua de Valdés Salas, verás al Inquisidor y no al fundador de la Universidad de Oviedo.
Y llega la hoguera en la plaza pública:
“La multitud ante los palos rugía de entusiasmo. Los niños y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el alcohol, reían de las batudas y torsiones de Juan Sánchez, le llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores sus giros y piruetas. Asimismo despertaron la hilaridad y las lágrimas de los presentes los contoneos y muecas del bachiller Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna, estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó de su garganta una vez que el fuego devoró su mordaza y liberó su boca.”
¿Cómo no acordarte ahora de las palabras que, en homenaje a su abuelo, pronunció Leopoldo Tolivar Alas, Catedrático de Derecho Administrativo, fracasado candidato socialista a la alcaldía de Oviedo, bisnieto de Clarín y nieto del rector Leopoldo Alas, ejecutado en 1937?
“Y, en fin, perdonar hasta donde humanamente es posible, a quienes con su pasividad o asentimiento permitieron la iniquidad jurídica y dieron sordina a la descarga letal del 20 de febrero de 1937. No en balde está tristemente constatado –y reconocido por ilustres sobrevivientes- que a la farsa procesal que se desarrolló en el Palacio de la Diputación asistieron múltiples universitarios. Algunos, incluso, como testigos de cargo. Otros, cito textualmente”.
“Del servicio pasaba a sus hermanos, Don Ignacio y doña Gabriela, de don Ignacio a Dionisio Manrique, el jefe del almacén, del jefe del almacén a Estacio del Valle, el corresponsal en el Páramo, y de Estacio del Valle a los demás corresponsales de la meseta y a sus amigos de la taberna de Dámaso Garabito”.
Ocupa un lugar destacado en la trama el inquisidor Valdés, casualmente el fundador de la Universidad de Oviedo, recordado con una estatua en el patio de la propia Universidad en la sede central del Rectorado, en la calle San Francisco. Meditas de pasada sobre la memoria histórica, sobre los nombres de las calles, sobre cuándo hay que trazar una raya en el tiempo, sobre la prescripción de los horrores.
“Entonces, el inquisidor ordenó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba del techo. Cipriano temía más los preparativos del suplicio que al suplicio mismo. Pero cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le dejó suspendido en el aire, tuvo el convencimiento de que, en su caso, la garrucha resultaría ineficaz. Le habían desnudado de cintura para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la desproporcionada musculatura del reo. El objetivo de la garrucha era desarticular al torturado en virtud de su propio peso. El verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin demora. Tornó luego a suspenderlo en el vacío de manera que Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. El inquisidor sentía frío y torcía la boca, experimentaba una rara frustración.
- El potro –dijo lacónicamente.”
A partir de ahora, cuando pases por la calle San Francisco y, sin detenerte, mires hacia el patio de la Universidad y veas la estatua de Valdés Salas, verás al Inquisidor y no al fundador de la Universidad de Oviedo.
Y llega la hoguera en la plaza pública:
“La multitud ante los palos rugía de entusiasmo. Los niños y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el alcohol, reían de las batudas y torsiones de Juan Sánchez, le llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores sus giros y piruetas. Asimismo despertaron la hilaridad y las lágrimas de los presentes los contoneos y muecas del bachiller Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna, estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó de su garganta una vez que el fuego devoró su mordaza y liberó su boca.”
¿Cómo no acordarte ahora de las palabras que, en homenaje a su abuelo, pronunció Leopoldo Tolivar Alas, Catedrático de Derecho Administrativo, fracasado candidato socialista a la alcaldía de Oviedo, bisnieto de Clarín y nieto del rector Leopoldo Alas, ejecutado en 1937?
“Y, en fin, perdonar hasta donde humanamente es posible, a quienes con su pasividad o asentimiento permitieron la iniquidad jurídica y dieron sordina a la descarga letal del 20 de febrero de 1937. No en balde está tristemente constatado –y reconocido por ilustres sobrevivientes- que a la farsa procesal que se desarrolló en el Palacio de la Diputación asistieron múltiples universitarios. Algunos, incluso, como testigos de cargo. Otros, cito textualmente
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