Siendo Buridán quien fue, habiendo engendrado el asno que engendró, y encontrando en La Nueva España un artículo de Tino Pertierra con ese título, no tienes más remedio que copiar y pegar.
Íñigo cerró la puerta de casa, dio cuatro vueltas a la llave y cuando llegó al portal ya no recordaba si lo había hecho. Volvió a subir para estar más tranquilo. Por si acaso, volvió a abrir y entonces aprovechó para confirmar que había apagado el ordenador, y de paso se acercó a la cocina para cerciorarse de que la vitrocerámica no tenía ningún chivato encendido y que el frigorífico tenía la puerta bien cerrada. Volvió a salir, volvió a cerrar con 4 vueltas de llave y en el ascensor, a mitad de trayecto, le entró la duda: ¿había apagado el televisor en el que había consultado las últimas noticias en el teletexto? No volveré, se prometió. Se conjuró para no hacerlo. No pasaba nada en cualquier caso, ¿qué importa si un televisor se queda encendido una tarde entera? Bueno, no pasa nada, pero han anunciado tormentas... fuertes tormentas. Peligrosas tormentas. Pero no claudicaría. Subió al coche y encendió la radio. «... Se esperan intensas tormentas en toda la cornisa cantábrica que...». Movió el dial para huir hacia una radio fórmula. Mejor Malú que un nuevo ataque de dudas. Aparcó cerca de la oficina (un milagro, sin duda) y a mitad de camino le entró la duda de si había cerrado bien las puertas del coche. Volvió sobre sus pasos. Bien cerradas. ¿Había puesto el freno de mano? Sí, ahí estaba, subido a tope. Al entrar en la oficina, el estruendo de un trueno le hizo detenerse en seco. El recepcionista le miró con una sonrisa comprensiva. «Va a caer una buena», dijo, e Íñigo miró atrás y vio que la calle empezaba a temblar bajo la lluvia.
2007/08/04
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