EL MAR, LA MAR. GIJÓN

Algunos días tienes una buena excusa, incluso justificación para no ir a comer a casa, por ejemplo, si tu mujer está de viaje fuera de la provincia.

Aunque vives en Oviedo, eres más bien del Sporting y tienes de Gijón un buen recuerdo, no en vano tuviste allí durante un par de años tu residencia oficial cuando sacaste una plaza de jefe de estación. Recuerdas siempre la purificadora sensación de llegar por la mañana, apearte en el actual Museo del Ferrocarril, y respirar profundamente la brisa del mar, muchas veces entre una niebla que no dejaba ver más allá de los viejos barrotes que delimitaban el perímetro de la estación. Siempre mantuviste que el ascenso de tu vida fue ese porque supuso dejar atrás los turnos.

Aprovechas la oportunidad para desplazarte en el nuevo servicio directo de FEVE de Oviedo a Gijón en el que sus propios trabajadores no creen.

Cuando puedes vuelves a Gijón, simplemente a callejear como entonces en el rato libre del mediodía, siempre lo mismo, animal de costumbres fijas, paseo por Fomento, comer cualquier menú cerca del mar (sopa de marisco, sí, fabada, sí, parrillada, sí, peras al vino, de diseño, diez euros) ver el horizonte, subir al cerro de Santa Catalina, breve paseo por la playa, vuelta.

Cuando bordeas Cimadevilla, con el mar a tus pies, comprendes la querencia que los marineros sienten por su mar y recuerdas ese verso de Alberti (el sesgo, el sesgo.…Será) que escuchas aleatoriamente en tu MP3 en la voz del propio poeta.

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños la marejada
me tira del corazón;
se lo quisiera llevar.
Padre, ¿por qué me trajiste
acá? Gimiendo por ver el mar,
un marinerito en tierra
iza al aire este lamento:
¡Ay mi blusa marinera;
siempre me la inflaba el viento
al divisar la escollera!