2007/09/23

EL HOMBRE DUPLICADO, de José Saramago

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Cuando te da por una cosa, te da. Luego se te pasa, pero algunas manías te duran una buena temporada.
Por ejemplo, tendrías dieciséis o diecisiete años cuando te dio por Unamuno. No puedes decir que hayas leído toda su obra porque el vascosalmantino escribía más rápido de lo que tú eres capaz de leer, pero diste cuenta de buena parte de sus ensayos y novelas e incluso puedes decir que durante unos años te transmitió sus mismas dudas. Seguramente en aquella época ya habías oído hablar del asno de Buridán. Si algún lector de estas líneas te conoció en aquella época podrá recordar la pelma que dabas con Unamuno. Cualquier cosa que alguien dijera, ya lo habías leído tú en Unamuno. Esta forma de dirigirte a ti mismo, rebuscando, rebuscando, puedes achacarla a él. Otro día volverás sobre esta curiosidad.
Años después te regalaron un libro de Saramago “Ensayo sobre la ceguera” y quedaste enganchado para siempre.
Acabas de terminar “El hombre duplicado”. Nunca dejará de sorprenderte la capacidad de imaginación de los novelistas. En este caso se trata de un profesor de historia, Tertuliano Máximo Afonso, que un buen día, viendo una película normal y corriente que le habían dejado al tuntún, descubre a un actor secundario calcado a él. Investiga en la productora y se acaban conociendo.
Tertuliano tiene un doble, Antonio Claro, pero no un triple, aunque tú te identifiques con el profesor en algunas cosas. Este buen hombre, en las reuniones de profesores, tiene aburrido al claustro con una idea revolucionaria a la que nadie hace caso, pero él no pierde la moral.
“Cuando llegó su turno, en un tono indolente y monocorde que a los presentes les resultó extraño, se limitó a repetir una idea que ya no era novedad allí y que solía ser motivo invariable de risitas complacientes del pleno y de mal disimulada contrariedad del director. En mi opinión, dijo, la única opción importante, la única decisión seria que será necesario adoptar en lo que atañe al conocimiento de la Historia, es si deberemos enseñarla desde detrás hacia delante o, como es mi opinión desde delante hacia atrás, todo lo demás, no siendo despreciable, está condicionado por la elección hecha, todo el mundo sabe que es así, aunque se haga como que no. Los efectos de la perorata fueron los de siempre, suspiros de mal resignada paciencia del director, intercambios de miradas y murmullos entre los profesores”.
Enseñar, la historia no se enseña desde el hoy hacia el ayer, pero sí se reescribe desde el hoy. Siendo así, solo falta que, por coherencia, alguien con poder de decisión, y sin perjuicio de la libertad de cátedra, firme la resolución que autorice a invertir el orden establecido desde siempre.
Esta idea de la enseñanza invertida de la historia la asocias con otra que siempre tuviste de que en la enseñanza de materias prácticas o profesionales había que empezar practicando y después ya se iría a la teoría. Quizá porque hayas tenido malos formadores o por falta de concentración recuerdas lo que te costaba enfrentarte a las clases teóricas ferroviarias, aquellos modelos y aquellos asientos que tenías que estudiar de materias y aspectos que te costaba imaginar porque ni soñabas que pudieran existir cosas tales; lo mismo puedes decir cuando años más tarde te adentrarse en el mundo jurídico; con lo fácil que te habría resultado empezar directamente con la práctica para pasar a la teoría. Así, defiendes que para aprender el oficio de carnicero, lo primero es que alguien te enseña a coger el cuchillo; más tarde ya se estudiarán las partes del animal y al alumno no le costará reconocer en el libro lo que ya vio en la sala de despiece.
Encuentras en “El hombre duplicado” otro parecido contigo mismo, un Buridán lleno de dudas.
“Cuando salió de la ciudad, el martes por la mañana, vino todo el camino discutiendo para sus adentros si debería contarle a la madre algo de lo que estaba sucediendo, o si, por el contrario, era más prudente mantener la boca firmemente sellada. A los cincuenta kilómetros decidió que lo mejor sería vaciar el saco entero, a los ciento veinte se indignó consigo mismo por haber sido capaz de semejante idea, a los doscientos diez imaginó que una explicación ligera y en tono anecdótico tal vez fuese suficiente para satisfacer la curiosidad de la madre, a los trescientos catorce se llamó estúpido y dijo que eso era no conocerla, a los cuatrocientos veintisiete, cuando paró ante la puerta de la casa familiar, no sabía que hacer. Y ahora, mientras se pone el pijama, piensa que el viaje ha sido un error grave, palmario, que mejor hubiera sido no salir de casa, quedarse encerrado en su concha protectora, esperando”.
Recomiendas el libro, que con los malentendidos que cabe imaginar, te mantiene en vilo hasta la última de sus cuatrocientas páginas.

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