2007/09/26

DIARIO APÓCRIFO DE FRANCISCO JOSÉ DÍAZ (Extracto). RECUERDOS DEL VIAJE A NAVEO

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Naciste hace cincuenta y siete años en algún lugar de la República Argentina. No vas a facilitar mas pistas porque tampoco quieres darte demasiada publicidad, pero si no hubieras omitido tu segundo apellido, sería fácil sacar la conclusión de que estás emparentado con un santo italiano.
En tu país alcanzaste cierto renombre cuando, como abogado que eres, realizaste alguna gestión en relación con unos vestidos atribuidos a Evita Perón.
Saliste de la República Argentina hace ya unas semanas con destino a la vieja Europa, a Paris, a Madrid, a España, la madre patria, a Asturias, a Galicia. Habías emprendido otros viajes anteriormente pero te dijiste que de esta vez no pasaba, que en esta ocasión harías un hueco para conocer el pueblo asturiano de donde salió tu abuelo hace un siglo para lo que entonces se llamó “hacer las Américas”. Tu viaje fue mitad profesional, mitad sentimental. Llegaste a Madrid porque la Fundación Koek-Koek en la que colaboras, copatrocina una exposición del pintor Ulpiano Checa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En cuanto pudiste te plantaste en Pola de Lena y desde allí ya darías con Naveo o Navedo, el pueblo asturiano de tu abuelo, que de las dos maneras lo habías oído pronunciar.
Adoras y admiras a tu abuelo, Francisco Díaz Gutiérrez, que murió en 1934, antes de cumplir los sesenta años, no sin antes escribir una carta de despedida que conservas como el tesoro más preciado. En aquella carta tu abuelo dejaba como único mandato pagar a los empleados de la lechería “La Rica” que había fundado en 1918, en una recreación del gallo que Sócrates debía a Esculapio. Tu abuelo fue un triunfador, pero la viudez y el crack de 1929 aceleraron su final. Quién le iba a decir a él, que en su infancia ordeñaría a alguna vaca Lucera o Morica, que en Argentina iba a fundar una lechería.
Llegas a Pola de Lena y preguntas por un pueblo que se llama Naveo y te encaminan a una aldea deshabitada a poco más de un kilómetro de la capital del concejo. Te dices que no puede ser aquel el pueblo del que salió tu abuelo. Así es, en un principio te encaminaron hacia otra aldea del mismo nombre.
Vuelves a la Pola, en donde quedas sorprendido de que siendo el español un idioma universal gracias al cual te puedes entender a tantos miles de kilómetros, te encuentres con letreros e indicadores en una lengua que te resulta un tanto extraña.
Sigues preguntando por algún otro Naveo o Navedo y, casualidades de la vida, alguien te indica que un señor que pasa cerca es precisamente de allí. Te presentas, hablas con él y este señor, de nombre Agustín Antonio, se ofrece a llevarte.
Es domingo. Vas. Das una vuelta por el pueblo. Sacas fotos. Charlas con alguno de los pocos vecinos que hay por la calle. Te imaginas que aunque muchas fachadas hayan cambiado, otras paredes serán las mismas, y los caminos serán los que tu abuelo Francisco iría pisando despacio y triste cuando con un equipaje mínimo marcharía a coger un tren a Puente de los Fierros camino de algún puerto de mar.
Los domingos viene al pueblo el panadero. Quiso la casualidad que una señora mayor oyera el claxon y se acercara a comprar el pan y por allí estabas tú a punto de marchar ya. Agustín te dijo que esa señora era como la memoria del pueblo. Después de un breve intercambio de frases, te invitó a comer a su casa, si querías, el día siguiente, lunes. Aceptaste inmediatamente. La señora, de nombre Araceli, no te acogió porque sí. Su madre tuvo cinco hermanos y los cinco emigraron para la Argentina a principios de siglo y aquello tira.
En aquella humilde casa comerías una fabada y unas casadiellas inolvidables. A lo que no te atreviste fue a beber la sidra de un trago al estilo asturiano. Es una estancia demasiado corta para coger práctica.
Cuando llegaste el lunes llevaste debajo del brazo un porfolio de la exposición antológica que te había traído a Madrid y llevaste también un bastón corto remachado y del que cuelgan unos flecos ornamentales. Ese bastón lo llevó tu abuelo de Naveo, entre su escaso equipaje, cuando marcho para la Argentina y quisiste que por una vez aquella madera, que guardas con más cariño que si fuera un lignum crucis, volviera al lugar de donde había salido. En el pueblo no se conserva ningún otro bastón similar. Algunos opinan que pudo utilizarse en alguna ceremonia o incluso ser el atributo del alcalde pedáneo.
Lo que no esperabas es que el hijo de la señora que te invitó a comer también quisiera conocerte. Tú querías saber de tus ancestros y aquél quería saber de ti. Acabas de descubrir que fuera de la economía también existe un punto de equilibrio en el que se encuentran la oferta y la demanda que deja satisfechas a todas las partes.
De ninguna manera esperabas que a partir de ahora tu abuelo ya no sería Francisco Díaz Gutiérrez sino Francisco Joaquín Díaz-Bayón Gutiérrez, porque a principios del siglo XX se empezó a perder la costumbre de los segundos nombres y de la segunda parte de un apellido compuesto. Por lo mismo, resulta que tuvieron que pasar cincuenta y siete años para que te enteraras de que tú no eras Díaz sino Díaz-Bayón. El hijo de aquella señora te llevo una copia de la partida de bautismo de tu abuelo que no ofrecía lugar a dudas.
Aparte del bastón, trajiste de la Argentina unas etiquetas que se adherían a los envoltorios de la manteca y los productos de la lechería de tu abuelo, ahora ya para siempre Francisco Joaquín.
Al dorso de una etiqueta escribiste unas emocionadas palabras para el hijo de aquella señora “quien preserva nuestros linajes”, que te entregó la partida de bautismo de tu abuelo y una copia del árbol genealógico de tu familia, con la que no contabas y que te embargó de emoción.
Este hijo te dijo que si una vez al año daba una alegría a alguien que quisiera conocer sus orígenes, se daba por satisfecho de las horas que dedicaba a investigar los linajes. Te contó que otros muchos prefieren ignorar de donde vienen, como si quisieran ocultar algún punto oscuro de su biografía o de la de sus antepasados, o como si temieran que pudieran rehacerse herencias que parecían firmes, ignorantes de que la usucapión convalida las propiedades cuando pasan treinta años.

1 comentario:

Elisabet dijo...

Hermoso lo que escribiste , muchas gracias . Hiciste que me sienta aún más orgullosa del abuelo y del padre que tuve . Como dice el refrán que encontré hace unos días en otro blog : Quien a los sos asemeya, en pocu yerra. Un abrazo desde Buenos Aires . Elisabet .