Te llama el domingo por la mañana un amigo.
- Hombre, Luis, pensé que no estarías en casa.
- Me pillas de misericordia porque iba a salir.
- Ah, bueno, entonces no te interrumpo.
- No, no, iba solo a comprar el periódico.
- Ah, entonces no habrás leído lo que te iba a contar.
- Dime, dime.
- Una cosa, ¿sigues llevando lo de atención al cliente?
- Ahí sigo.
- Entonces te voy a leer lo que dice hoy el
Defensor del lector de EL PAÍS, aunque lo leerías tú mismo dentro de nada.
Alguna vez me preguntan para qué sirve un Defensor del Lector y, a veces, no sé qué responder. Sobre todo cuando le embarga a uno la melancolía de las quejas que se repiten ante los errores que se reiteran. Debo decir que bastantes temas quedan entre las paredes de la Redacción, ya que esta columna no es una picota para nadie. Pero cuando se reitera un error tan de bulto como al que hace escasas semanas hacía referencia en otra columna, uno, que intenta evitar esas dos lacras del periodismo como son la del cinismo y la rutina, vuelve a la carga. Seguro que hay otros temas más graves, pero si no podemos con los menores, ya me dirán con los grandes.
- Eres un capullo. Tienes buena gana de tocar las narices un domingo por la mañana.
Y colgaste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario