¿Que si se me agotaron las ideas, que copio tanto últimamente?. No, pero las que reproduzco/a será porque merecen la pena, además de estar de acuerdo con ellas.
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http://garciamado.blogspot.com/Los malos y nosotros, que somos tan buenísimos Se ha vuelto a armar la tremolina con el caso del asesino de la niña de Huelva. Resulta que tenía una pena pendiente de cumplir, precisamente por abusar de su hija, y nadie se preocupaba de echarle el guante. Al parecer, el juez que lo había condenado no se enteró de que seguía cazando libre, pues la funcionaria que tenía que hacer las cuentas estaba de baja y nadie la sustituyó. Como para no preocuparse ahora, con la cantidad de funcionarios que hay de huelga y el tiempo que llevan así.Que no funciona a veces el aparato judicial es una cosa. Qué hacer con los delincuentes fácilmente reincidentes es asunto bien distinto, aunque parece que se los quiere mezclar estos días. Hace un rato escuché en una emisora las declaraciones de un psicólogo experto en resocialización y problemas penitenciarios. Decía que, gracias al tratamiento que en la cárcel reciben delincuentes sexuales de este tipo, las probabilidades de reincidencia cuando vuelven a la calle son sólo del cinco por ciento, y que, sin tales tratamientos, serían del veinte. El pueblo llano no se allana, sino que se tira de los pelos, jaleado por comunicadores y tertulianos. ¿Qué se debe hacer?Sigamos ese juego como si tuviera sentido. De cada cien delincuentes que cumplen condena, aun con los tratamientos mejores y más efectivos, cinco volverán a las andadas. Asesinarán niños, violarán, cometerán crímenes atroces. Vistas así las cosas, la situación es preocupante. Pero de cada cien, noventa y cinco se reintegrarán ordenadamente en la vida social y evitarán en el futuro esas tentaciones. Esos noventa y cinco no tendrían ninguna oportunidad si su cadena fuera perpetua.La chusma lo tiene clarísimo: cadena perpetua, como mínimo, para todos los autores de esos delitos graves. O sea, anulemos las posibilidades de resocialización de más de nueve de cada diez de ellos. El que la hace una vez, que la pague para siempre. La Constitución no lo ve así, pero ya nos vamos acostumbrando a tratar desenfadadamente con la Constitución. El pueblo es inclemente, al menos mientras no le toque ir a la trena al pariente o amigo de uno; entonces sí invocamos el humanitarismo y los derechos penitenciarios. La ley del embudo es el rasgo más notorio de nuestra idiosincrasia.
Rechacemos los excesos punitivos y pensemos qué hacer con ese otro cinco por ciento de irrecuperables. Es muy fácil reclamar que ésos se queden a la sombra para siempre. El problema está en que hablamos de números, de puras estadísticas, pero ni se puede saber con exactitud quién va a reincidir ni tiene demasiado sentido confiar en dictámenes de supuestos expertos.Todo se reduce a una opción entre riesgos. La política de resocialización tiene un precio, la posibilidad de que reincida el que cumplió la pena razonable. La mano dura tiene otro riesgo, el derivado de una sociedad en la que el error se paga de por vida y el delincuente recibe el puro estatuto de animal. Con lo primero aumentan nuestras posibilidades de ser víctimas de delitos; con lo segundo, nuestro riesgo de ser víctimas del Estado, el peligro que para todos supone vivir en una sociedad autoritaria, vengativa y cruel.Es una elección de cada cual. Como lo es la de querer vivir bajo un derecho que ofrezca garantías a todo acusado o bajo un sistema que sólo pretenda quitarse de en medio por la brava tanto a culpables como a meros sospechosos. En un sistema penal con garantías aumenta el riesgo de que sean absueltos culpables; en uno sin ellas, el de que sean condenados inocentes. Cuando la sociedad se rasga las vestiduras porque algún acusado de delito grave es absuelto, parece que prefiere lo segundo. Mucho ponerse en el lugar de la víctima, pero muy poca afición a sopesar qué significa que a alguien lo condenen sin pruebas bastantes o a penas que lo anulan como persona y para siempre, sin vuelta de hoja.Para los buenos liberales (cuidadín, he dicho buenos liberales, no fachorros camuflados en las ondas o progres de consigna y lo que convenga para las próximas elecciones), la vida es riesgo y mejor ser víctima de un conciudadano que víctima del leviatán estatal. Las mentalidades autoritarias prefieren que papá Estado mate a todos los malos y que el paso por este mundo sea para el resto un puro descanso, esa pacífica convivencia de las ovejas dentro del cercado. Está bien, pero, ya puestos, ¿por qué no quitamos de la circulación a todo el que mata, y no sólo a niños o mujeres indefensas? ¿Por qué no encerramos para siempre también a todo el que roba? ¿Y a todo el que hace el salvaje al volante de un automóvil? Y, claro, ya puestos, demos el paso siguiente y librémonos del mismo modo de los que tienen una pinta amenazadora o un modo de vida que nos inquieta. Y, con todo ello, ya tendremos el tipo de sociedad que añoran los autoritarios, que son legión: una sociedad de borregos, una sociedad infantiloide, un asco de sociedad.La administración de justicia debe funcionar, la ley debe aplicarse en sus propios términos, sin zarandajas ni truquitos para ricos o famosos, los comportamientos más odiosos deben tipificarse como delitos y ser perseguidos como tales, al reincidente se le debe cobrar más cara su obstinación. Y así tantas cosas. Y quien sea responsable de que el asesino de Mari Luz no estuviera cumpliendo su pena, seguramente el juez, que sea sancionado, ley en mano. Pero cada uno de nosotros, antes de pedir el paredón para los malos, la cárcel a perpetuidad para los descarriados o que en la puerta de cada casa vigilen tres policías armados hasta los dientes, deberíamos mirarnos en el espejo, recordar nuestra escasa santidad y aquel desliz que no nos pillaron, considerar ese aspecto tan poco amable y ortodoxo que tiene un hijo nuestro, o un hermano, o un amigo del alma; o pensar qué debe hacer con nosotros la justicia si un día, por error o mala fe, todo un barrio nos acusa de violadores o pedófilos.Lo malo de tanta persona de orden y tanto autoritario inflado es que, como dicen en mi pueblo, “el cagau non se güele”.
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