Lees con atención un reportaje que publica este domingo EL PAÍS SEMANAL que lleva por título
Supercocineros, qué comerían el último día de su vida. Donde. Con quienes. Fantasías sobre la última cena.El reportaje incluye a cocineros y otros famosos.
Ves que muchos preferírían virguerías, pero otros se conformarían con cosas bastante más sencillas. Ferrán Adrià, que escribe un artículo simpático, te da alguna pista cuando elegiría “unas rebanadas de pan de pueblo que no hubiera perdido el perfume de las tahonas de mi niñez”, o se refiere a otros placeres sencillos y cotidianos como el de aquel viejo que en el lecho de muerte dio por buena su vida por todo el café que había tomado. Tiene razón cuando asegura que en las cartas de los restaurantes con una cocina de diseño, a la hora de describir los platos se hace la mejor literatura de ciencia ficción (quizá también en el suyo).
Entre todos te dieron alguna idea. ¿Qué elegirías tú? Ya tienes dicho que no tienes en gran estima (quizá porque no llegas, como la zorra del cuento que no podía alcanzar las uvas) los alimentos más caros. A cambio de material tan selecto pedirás una jornada gastronómica.
Vas a necesitar un avión privado o, al menos un helicóptero para desplazarte porque no lo vas a comer todo en el mismo lugar.
Comienza el día, que necesariamente habrá de ser intenso.
Tendrás veinte años, o no los tendrás todavía, y habrás trabajado por la noche en El Burgo Raneros, cerca de Sahagún, habrás puesto el farol verde a unos cuantos trenes y vendrás a dormir a León a casa de tu tío Luis en el primer tren de la mañana, que llegará a la capital a las 7:35. Antes de acostarte, pero sólo un ratín, porque es el último día, te tomarás una copa de orujo blanco con una galleta en LA BARRA, enfrente del hotel Riosol, con Casado y la riestra de compañeros que también habrán trabajado de noche entre León y Becerril y que vivían generalmente en León.
Irías a dormir a la calle Relojero Losada, pero poco más de media hora porque tendrás que presentarte al desayuno, que esta vez es en el Seminario de Oviedo. Allí desayunarás los canutillos rellenos de crema, que tú llamas tubinos, que te habrá traído tu madre el sábado o el domingo en una caja de zapatos. Habrás retrocedido en el tiempo y tendrás once o doce años. Entonces no valorabas el café, así que te hartarías de tubinos a palo seco. Pese a que te decides por los canutillos, estuviste dudando si probar unas torrijas que tu tía Dioni la de Vitorino preparaba en Ávila cuando, con quince años, pasaste allí dos semanas porque algún médico recomendó los aires castellanos para el chiquillo.
Sin pérdida de tiempo harías algo, poca cosa, hasta que llegara el momento de tomar el pinchu, en este caso tendrías treinta años y estarías en la cafetería Santa Cristina, en Oviedo, pedirías tres cafés con leche y tres pinchinos de tortilla de jamón y queso con el pan horneado de la confitería. Los tres pinchos no son todos para ti, uno sería para el Médico y otro para el Técnico de Personal y harías el cálculo mental de a quién le toca pagar hoy, porque aunque sea el último día, las cuentas son las cuentas.
Para que cuadre todo, el último día debería ser un sábado, el pasado por ejemplo, y te plantarías en El Fontán en la segunda mesa (en la primera, de la esquina, puede haber corriente) y debajo de los soportales que dan a la plazuela Daoiz y Velardo por si casca el sol. Allí tomarías una botella de sidra y un pincho de picadillo, y si estaban tu mujer y tu hija, de revuelto o de carne guisada para ellas. Si no tenías compañía, leerías el periódico pero levantarías frecuentemente la cabeza para observar al personal.
Ya es la hora de comer. Para el primer plato habría que retroceder más de cuarenta años y situarse en una cabana (cabaña) en La Palanca, cerca del túnel de Pandoto en el puerto de Pajares. Allí comerías unas patatas guisadas con laurel en una trébede negra y con costra de muchos años de humo, sin carne ni nada. Para el segundo plato avanzarías dos o tres años y te situarías en el Seminario de Covadonga, en donde te pondrían un pisto de bonito con patatas cuadradas como nunca más volviste a probar. Para beber, el Siglo saco que una noche, entre tren y tren, tomaste en la estación de Lugones cuando trabajabas en La Cantera, pongamos que hace veinticinco años. Para el postre avanzarías unos cuantos años y llegarías a Lugo de Llanera, en donde tu suegra te prepararía un arroz con leche único, con azúcar requemado con algo parecido al gancho de la cocina.
Con este ajetreo la siesta es imprescindible, pero una siesta breve porque hay que merendar. Al postre estabas en Lugo de Llanera y tendrás prev
isto merendar en León así que te pilla de paso Naveo. Retrocederías hasta tus siete u ocho años, y de la leche que tu padre o tu madre acabarían de ordeñar en la cuadra de abajo y que estaría en aquella lechera gris de dos litros y medio, de aluminio, tan abollada, cogerías con los dedos la espuma de por encima. Por si tienes hambre para el viaje, tu madre te prepararía un paquetín que podría tener una empanada de bonito o un bollín de chorizu en forma de ocho con un huevo cocido en cada agujero. También podría ser un bocadillo de bonito con un pimiento de los que compraba en el Fontán antes de ir a verte al colegio. Si estuviera de tu cuenta preparar este bocadillo, lo harías de anchoas, con pan reciente, las mismas anchoas que furtivamente te daba José Manuel el de Josepín cuando, siendo guajes, llevaron la cantina de Fierro. No te daría tiempo a probar nada de eso porque el cuerpo tiene un límite. A León llegarías para merendar con tus amigos una tortita americana en una cafetería ¿Alaska? frente al palacio de Botín. Les pedirías disculpas por no haber podido venir a tomar unos vinos antes de comer para después jugarlos a los chinos.
Como el tiempo se echa encima, y sigues en León, antes de la cena pasarías por el Seaky y os tomarías un cóctel de champán o de cava o de vaya Vd. a saber.
Ya es la hora de la cena. Nuevamente cogerías un vuelo rápido para volver a Covadonga y tomar el primer plato de la cena, que sería un puré de patata con cuadraditos de pan frito. Tomarías agua por si tenías que conducir el helicóptero que te llevaría a Oviedo a dar cuenta del segundo plato, pollo al ajillo con pimientos de Padrón (que unos pican y otros non) en la sidrería Muñiz, al lado de tu casa. A este segundo plato te acompaña tu mujer, que no estaba dispuesta a acompañarte en toda la peregrinación culinaria.
Por la noche, volverías a León a tomar un cóctel en aquellas copas hawaianas, o por lo menos, exóticas del Hula-Hula cerca de la facultad de Veterinaria.
A lo mejor, la última-última copa la tomabas en casa de tu tío Luis, con tu pandilla de amigos, aprovechando que vivía en Madrid, después de tapar la bombilla del salón con aquel papel higiénico de color rosa que entonces estaba de moda. Quizá sonara
Hey Jude, de los Beatles.
Antes de que amaneciera podrías dar cuenta de una buena quimada en A Caniza.
Un agite.
2 comentarios:
La lectura de Kafka ya está causando efecto.
FARTON!
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