2008/04/12

MEAR LA SIDRA

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Es viernes. Saliste con tu mujer a tomar algo a una sidrería de la calle Gascona, concretamente a la sidrería de más larga barra y consiguiente mayor barullo. Tuvisteis la suerte de pillar una mesa para picar algo, y según echaste una ojeada erais los mas viejos del lugar. Sea todo por mantener joven el espíritu. Disteis buena cuenta de productos de la mar y de la tierra. De qué mar y de qué tierra vaya Vd. a saber.

Como lo que se bebe hay que echarlo, cuando le toca el turno a tu mujer, aprovechas esos minutos de silencio (acostumbrado como estás a los ejercicios espirituales) para fijarte en las botellas de sidra ya vacías y sus etiquetas. Te das cuenta de que hace diez años no las llevaban, recuerdas con nostalgia y con el natural escepticismo de los años la polémica de entonces, que si la etiqueta iba contra la tradición, que si la normativa sanitaria, que si la Comunidad Europea. Al principio se despegaban muchas, lógico al estar entre el agua en el que se suele conservar la sidra para mantener la temperatura adecuada. Más tarde, sin darte cuenta, aquellas etiquetas ya no se despegaron más y pasaron a formar parte del paisaje y de las barras del bar. ¿Quién se acuerda de aquella polémica? Incluso los sidreros más recalcitrantes, que pasan por ser los más entendidos (o quisquillosos o exigentes o “repunantes”) según entran en la sidrería se fijan para el palo o palos (la marca) que trabaja la casa, y si no son de su agrado se van, ellos que estaban contra estas modernidades.

Todo lo que entra sale, so peligro de reventar. Esto te recordó la entretenida conversación de la mañana cuando no tuviste más remedio que, como todos los viernes, realizar una parada técnica en un establecimiento hostelero que casualmente te pilla de camino entre tu trabajo y tu casa. Con tu hermana de testigo (porque tú para la sidra eres muy familiar) estableciste un diálogo de circunstancias con un profesor jubilado de Química que te dijo que había nacido en el año 32 y que dio clases en la cuenca desde el año 54 y que de sidra y de química sabía bastante y que él era químico y sidreru y no veía contradicción entre una y otra. Este viejo profesor contaba cómo en las espichas de entonces se cobraba la entrada a una perrona y con ello podías beber lo que se quisiera o pudiera. ¿Qué ocurría? Aquellos tugurios no tenían WC y en cuanto tomaras unos culetes había que salir a evacuar al prau. Para volver no había más remedio que pagar otra perrona. Aquellos hosteleros de andar por casa no sabían nada de contabilidad analítica ni de organización por procesos pero conocían bien la macroeconomía, ley de los grandes números: a tantas cajas de sidra corresponderían tantas meadas y, consiguientemente (que diría Nicolás Redondo padre) tantas perronas y si unos aguantaban mas, otros resistirían menos.
Y en esto tu mujer volvió del WC y se acabaron las meditaciones sobre la evolución de la sidra, las meadas y las etiquetas.

Aclaras que en esa sidrería no se paga por meadas sino por botellas.

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