2007/12/23
EL ÚLTIMO EXPRÉS. HOMENAJE A LOS AMIGOS DEL FERROCARRIL Y OTROS ROMPEHUEVOS
Vete a saber dónde estarán los libros donde se anotaba la hora a la que pasaron los trenes por Puente de los Fierros en el mes de junio de hace cincuenta años en la mañana en la que naciste cuando daban las nueve. Junto a las vías, que así se llamaba aquel bloque de casas, si venía puntual no haría mucho que habría pasado el exprés de Madrid. A esa ahora tu madre estaría ya de parto y posiblemente el pitido del exprés, el estruendo de su paso tan próximo a la casa y el retumbar de las paredes sería un aviso para el empuje final, que era llegada la hora de que fueras asomando la cabeza.
Tu relación con el exprés es, por lo tanto, de antes de nacer.
Muy comentado fue, años más tarde, lo que le ocurrió a tu padre un día que se le pegaron las sábanas. Tenía que trabajar en Ujo y le despertó el pitido del exprés al pasar frente al pueblo, en lo alto, al otro lado del río, unos metros antes de que la vía inicie un giro de ciento ochenta grados que termina en la estación. Ese giro le llevaba al exprés dos minutos. En ese tiempo, tu padre, en calzoncillos y con la ropa en la mano, se presentó corriendo en la estación, pero el exprés no lo perdió y no consta que fuera acusado de escándalo público. Aquella anécdota fue muy comentada durante años pero seguramente no quedará ya ningún testigo vivo que la pueda recordar.
Durante tu infancia el exprés que iba para Madrid era un tren que veías muy pocas veces. A esas horas tú ya estabas en la cama. Solo coincidías con él cuando venía la familia de La Romía que vivía en Ávila o en Madrid y se quedaban en tu casa hasta la hora del tren.
Más tarde sería el tren en el que viajabas a Madrid. Era el tren más barato. Para viajar en el Electrotrén (electrotrén debe ser una palabra difícil de pronunciar porque en tu familia alguien dice todavía EL ECTO, y así lo llamas tú de coña: voy a LECTO) había que pagar “el suplemento de lujo” así que era obligado el viaje en el exprés y en segunda a casa de la familia, que todavía te tocó el turismo familiar.
Luego, durante la mili, sería el tren que utilizabas a la ida o a la vuelta en los meses infaustos que pasaste en Valladolid o en los felices de León.
Más tarde, cuando trabajaste en León de militar, no eran lo mismo los expresos de Vigo o de La Coruña (todavía era La Coruña) que el de Gijón, que se llamaba 528 si iba para Madrid (llegaba a las 2:12 y salía a las 2:25) o 527 si venía (llegaba a las 4:40 y salía a las 4:55). Entonces todavía se apeaba alguien a comprar mantecadas de Astorga o a tomar algo en la cafetería de la estación, abierta toda la noche. En el de Gijón escrutabas con atención por si viajaba algún conocido. Cuando trabajaste en el Burgo Raneros, en donde el tren no paraba, te preguntabas quién iría en aquel tren que veías pasar a 120 kilómetros por hora con una 269 en cabeza.
Posteriormente, ya en Asturias, cuando pasaba el tren para Madrid, en cualquier caso a una hora ya tardía, se iniciaba la tranquilidad de la noche. El trabajo se ejecutaba con atención, por supuesto, pero si había algún retraso ya no repercutía en los trenes de viajeros. Comenzaba un período de relax. La noche era larga. Empezarían los trabajos nocturnos, las vagonetas, los trenes de mercancías, máquinas aisladas, pero a otro ritmo.
En los años ochenta, si estabas en Mieres o en Pola de Lena había que permanecer muy atento porque el exprés remolcaba tantos coches que no libraba en el andén: la o las máquinas, el primera, los segundas, los camas, los literas, los furgones y vagones de paquetería, el furgón de correos, el autoexpreso de los coches. Todavía no habían desaparecido los entrañables jefes de tren, señores ya todos de pelo blanco, paisanos de otro tiempo, cuya función nunca llegaste a comprender, pero los mirabas con el cariño que siempre tuvo tu madre al personal de trenes, desde que murió su hermano en un túnel del Pajares en el año 55.
Llegó la hora de pasar página.
El exprés salió de Gijón-Jovellanos por última vez la noche del viernes veintiuno de diciembre de dos mil siete.
En la topera esperaban los dos únicos coches que remolcaría la máquina 5104. Al exprés sufrió el mismo adelgazamiento que las familias, que empezaron siendo todas numerosas y fueron perdiendo elementos…
A las nueve y cuarto (21:15 por hablar con precisión ferroviaria) la máquina inició la maniobra de acoplamiento y allí estabas tú para sacar la foto de esa última operación de enganche a cargo de Maximino. Cuando el maquinista comprobó que el sistema de freno funcionaba, el tren avanzó unos metros hasta situarse frente al edificio principal.
Allí estaban los chicos de la prensa con libretas y cámaras. Fueron llegando curiosos, Amigos del Ferrocarril y unos cuantos ferroviarios en activo y jubilados. Mejor dirías en activo y en la reserva, porque como el militar, el ferroviario no se jubila nunca, siempre tiene en la cabeza alguna batallita.
Los Amigos del Ferrocarril, como los ecologistas, son esos rompehuevos que van por libre pidiendo cosas imposibles a las empresas ferroviarias, peticiones románticas de conservación fuera de los planes estratégicos; sugerencias de sentido común que no encajan en ningún organigrama; proyectos que no encuentran presupuesto que los ampare. Gracias a Alberto y a otros rompehuevos que revolvieron Roma con Santiago, consiguieron que fuera una máquina ya histórica, la 5104, pintada con sus colores originales azul y amarillo, la que remolcara el tren por última vez. Esos mismos rompehuevos a los que contestas que no con prosa versallesca cuando piden cosas que nunca encuentran un hueco en la diaria.
Allí estaba Carlos, el factor de Circulación, que dió la última salida; Luis, que vendió el último billete; otro Luis, el interventor que los comprobaría; Miguel Ángel y Vega, los maquinistas, Maximino, el mecánico.
Allí estaban otros maquinistas que llevaron ese tren en el pasado y en el presente, personal encargado de que la corriente llegue a los trenes, de que los vehículos estén en condiciones, de que los trenes lleven los papeles en regla, en fin, una digna representación, eso sí, por libre, de todos los colectivos.
No faltaba Carlos, encargado de que ni a la máquina le falte corriente ni a la vagoneta repuestos. Alguna vez contaste que no recuerdas ningún chuletón mejor que el que Carlos preparó una noche que estabais trabajando en Lugones, él cortando la corriente y tú pendiente de los vagones de la cantera del Naranco. Como precisamente se cortaba la corriente (“¿hay tensión?”, “ya no hay tensión”) nada más pasar este exprés que hoy despedíais, tenías toda la noche para degustar aquel chuletón con perejil ¡qué chuletón! y un Siglo de saco. Habrás tomado vinos mejores y más caros, pero nunca te volvió a saber ninguno como te supo aquel. Al final habréis terminado (sin perjuicio del servicio) con un trago del anís de guindas que Flórez el especialista guardaba en la taquilla. Vaya un recuerdo para los guardagujas, enganchadores, personal tan imprescindible como aquel anís de guindas.
Minutos antes de que saliera el exprés, sonó en el andén una alegre música de gaita, sin letra. Esa música es toda una alegoría. Parece una canción triste, pero si oímos la letra, la alegre sorpresa llega al final.
Una mañana temprano
saliendo yo de paseo
me encontré con una niña
como un angelín del cielo
Yo la perseguí sus pasos
por ver donde caminaba
y la vi que se acercaba
a la iglesia consagrada
Mientras que duró la misa
yo no estuve atento a nada
solo estuve contemplando
aquella linda chavala
Ya se terminó la misa
ya se terminó el sermón
ya se va toda la gente
ya se va mi corazón
Yo la perseguí sus pasos
por ver donde caminaba
y al entrar en su portal
le dije que la adoraba
Ella me respondió al punto
No señor que estoy casada
y le juré a mi marido
nunca le faltaré en nada
Muy triste y desconsolado
a un arroyo me acerqué
oí cantar a un jilguerillo
con ello me consolé
Canta jilguerillo canta
que tu cantar me consuela
estaba amando a una casada
creyendo que era soltera
Trátela Vd. con cariño
trátela Vd. con firmeza
que al fin y al cabo es mujer
y lograrás lo que intentas
Y la traté con cariño
como el jilguero mandaba
y al cabo de algún tiempo
tenía más que yo esperaba
Clara soy, Clara me llamo
siendo clara me enturbié
por eso que nadie diga
de ese agua no beberé
Esta va pa los casaos
que pongan mucha atención
que la que no pone cuernos
es que no tiene ocasión
Y así te consuelas tú. El exprés murió pero habrá otros trenes que, con los años, darán ocasión a la nostalgia cuando también les llegue el final.
Y a los sones del silbato y del ADIÓS CON EL CORAZÓN el tren arrancó. ¿Qué palabras puede haber más precisas, y no es broma, que las que le salieron al factor de circulación cuando, todavía, con el farol verde luciendo, volvía para su gabinete: “Vaya lo que da, da no sé qué”?
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