2007/11/25

EL CASO SVETLANA, por J. A. Zarzalejos, Director de ABC

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http://www.abc.es/20071125/opinion-la-tercera/caso-svetlana-banalidad-temeridad_200711250250.html

El caso Svetlana (La banalidad de la temeridad)


NADIE se puso a pensar que el compañero de Svetlana era en realidad un monstruo que la asesinaría después de sorprenderla con su insana presencia en un programa de telebasura. Nadie comprobó que la sorpresa que el programa deparaba a Svetlana era en realidad una muerte súbita. Porque esos y otros programas no están pensados, están sólo producidos en función de la cuota de audiencia que puedan alcanzar y, por lo tanto, en la rentabilidad publicitaria que ofrezcan y los muy modestos costes con los que se manipule a los invitados y a la propia audiencia. Se trata de programas que son, simplemente, un negocio porque en la comunicación -en sentido lato- funciona la perversa coartada según la cual hay que ofrecer al público lo que el público quiere ver. Esta afirmación es ya canónica en el sector y encierra la abdicación más radical a la función pedagógica y de la responsabilidad social que los medios deben asumir en un régimen de opinión pública y enteramente mediatizado.
Cuando la temeridad se convierte en una pauta de trabajo y la instigación de las pasiones -sean del género que sean- es un objetivo para buscar antes que el raciocinio la emocionalidad, pueden ocurrir y ocurren casos como el de esa pobre criatura llamada Svetlana. Así como el mal, según Arendt, podía ser -y lo fue- banal, también la imprudencia puede serlo, y no extraer alguna lección de esa práctica anormal transformada en código de conducta mediática en algunas instancias sería dolosamente incívico.
En España, a una velocidad de vértigo, se han rebasado unos infranqueables límites éticos en la comunicación como consecuencia de la deformación patológica de la prevalencia del derecho a la libertad de expresión e información que estableció en su momento el Tribunal Constitucional al desentrañar el artículo 20 de la Carta Magna. Cuando la jurisdicción de garantías constitucionales interpretó que esas libertades se sobreponían, en determinados casos, a otros derechos y libertades, no los convertía en oceánicos ni en ilimitados, sino que los insertaba en una sinergia de facultades, libertades, derechos y obligaciones a administrar con sentido común y responsabilidad social desde todas las escalas colectivas y, en particular, desde los medios de comunicación. Transformar el entretenimiento en un espectáculo de circo romano; confundir la realidad con la excepcionalidad elevándola a categoría rutinaria; mostrar las miserias de las gentes a la contemplación inmisericorde de una anónima audiencia que, desarticulada, se lamenta tanto como se regodea en unas imágenes y en unos lenguajes tan ínfimos, constituye una lacra y, como se ha visto, por desgracia, una tragedia de naturaleza ya irreversible: el asesinato de Svetlana.
La reclamación, puramente reactiva y carente de credibilidad, de que los medios se autorregulen es, ni más ni menos, la expresión de una impotencia. Porque las televisiones y los periódicos -incluso las radios con sus denominados idearios- ya disponen de códigos deontológicos, que son, simplemente, papel mojado. Cuando los mecanismos de autorregulación no establecen sistemas de control y de verificación -eventualmente, de sanción mediante el reproche profesional público- esos códigos deontológicos sólo sirven para anestesiar conciencias livianas y cubrir el expediente ético de algunos. La expulsión de los periodistas profesionales, con trayectoria y solvencia cívica, de los medios masivos y su sustitución por intrusos que invocan las libertades constitucionales, e incluso las profesionales del secreto y la cláusula de conciencia, para perpetrar sus fechorías es una de las causas de la situación por la que estamos atravesando, aunque no la única.
El propósito de espectacularizar la noticia, hacerla más morbosa y adictiva, constituye la deriva amoral de no entender la convivencia desde parámetros de civilidad en los que deben jugar determinados valores y principios. El aburrimiento puede llegar a ser una sensación protegible en un régimen democrático cuando la alternativa es el histrionismo, la imprudencia, la inmisericordia y la banalidad. El caso Svetlana supone el paroxismo -una especie de finisterre mediático- que resume lo peor de lo que está sucediendo en ese orden de cosas.
Pero esta tragedia amoral tiene algunos cooperadores necesarios: los que con el concurso financiado del relato de intimidades y truculencias, tanto sexuales como de conducta, responden a preguntas que son sólo la entradilla a un espectáculo simulado. Se comercia con el maltrato psíquico y físico de hombres contra mujeres; con la fidelidad y la infidelidad de las parejas; con especulaciones injuriosas e incluso calumniosas; se manejan hipótesis verosímiles e inverosímiles, pero en todo caso excitantes, y todos ganan dinero: los que preguntan y los que responden. La dignidad a cambio de denarios sin ninguna reprobación social. Al contrario: de la telebasura o la radiobasura o la prensabasura el salto a la fama es perfectamente previsible, o a la literatura, o al cine, y, en todo caso, a la ornamentación de saraos, festejos y jolgorios varios. El éxito -la imagen del éxito- se adosa a estos comerciantes de escabrosidades. Y la rueda sigue como sigue el negocio. Y llega un caso Svetlana y muchos se extrañan.
Es irritante, además, que aquellos que participan de una u otra forma -autoría material, inducción, colaboración necesaria, complicidad o encubrimiento- en este montaje farsante se reclamen miembros de una comunidad profesional como la periodística. No lo son aunque los periodistas -esos que vivimos de nuestra nómina sin más pretensión que ser lo que somos (en todo caso dignos)- estemos sumidos en un exilio de silencio y resignación, inermes y alarmados ante este dislate y barridos por un tsunami de eufemismos tramposos que está horadando la nombradía de este bello y necesario oficio.
Confieso que el asesinato de Svetlana me ha conmovido, impactado, indignado y afirmado en una impresión que compartimos muchos profesionales de la información: no cabe atribuir la responsabilidad concreta a una persona, a un programa o a una emisora de televisión. Es el sistema mediático el que falla, es la capacidad de absorción de la basura mediática la que frustra una reacción social, es la inmadurez de nuestro sistema de convivencia la que no permite que prospere un llamamiento institucional a poner coto a estos despropósitos. Es verdad que la realidad siempre supera a la ficción, pero hay realidades que deben estar en el psiquiátrico, o en la cárcel, o cubiertas para preservar la dignidad de las personas, pero no expuestas al aire, indiscriminadamente, haciendo mella -cincelando malamente las categorías morales de los ciudadanos- en el universo de valores cívicos de la sociedad. Asco.

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