Hace unos días leíste en la información cultural de algún periódico regional que en un teatro de Piedras Blancas representaban La Barca sin pescador, de Alejandro Casona. Desde que, con la marabunta de padres (los padres de La Pantoja, decíais), acompañabas hasta donde fuera necesario a tu hija y otros/as coristas infantiles en sus actuaciones a lo largo de la provincia, no volviste a Piedras Blancas.
La agenda es favorable, es viernes, no tienes otro compromiso, y lo propones en casa. Aceptado. Después, a picar algo por Avilés, villa que te gusta mucho y pisas poco.
No sabes con exactitud de qué trata la obra, pero te trae recuerdos míticos, que temes que acaben truncados después de la representación. Corres ese riesgo.
¿Por qué ese mito? Los recuerdos son confusos, solo una pincelada, pero La barca sin pescador te dice algo desde siempre. Posiblemente haya sido en unos ejercicios espirituales (pensar nunca está de más) cuando el cura habrá dicho que en La Barca sin pescador un hombre es tentado por el demonio para pulsar un botón y haciéndolo consigue no sé que bienes a cambio de matar con esa pulsación a alguien en las antípodas, entonces sería un chinito, en cualquier caso alguien a quien no conocías. Ahí se planteaba el dilema moral, que da su juego. Será muy básico, muy infantil, pero desde entonces Casona es para ti La Barca sin pescador. Ni siquiera sabes a qué responde el título de la obra. No sabes más, es bien poco para tanto mito, pero a veces los mitos son así. Quizá las dudas, Buridán, nacieran ahí y te acorralen desde entonces.
¿Qué pasará el día después?
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