No tienes tanto interés y tanto tiempo como para acudir a la Audiencia y te conformas con seguir por la prensa el juicio que se está celebrando por el homicidio (de momento, llamémoslo técnicamente así, ya se verá si es un asesinato) de Elena Hevia, joven de 24 años asesinada (¿por qué saltas ahora del lenguaje jurídico al común?) en Oviedo hace dos veranos. Siempre que pasas por el número tres de la calle Alonso Quintanilla te acuerdas de su muerte. Conoces de vista a los padres, sobre todo al padre, al que veías cuando ibas a trabajar, antes de que se jubilara, apoyado con su bata blanca en las barandillas del ambulatorio de La Lila, y lo encuentras de vez en cuando paseando con su mujer porque viven cerca de la catedral, y te viene a la mente que tú también tienes una hija única de edad muy parecida a la suya.
Comentando en familia esta tarde la noticia le preguntaste a tu hija si tenía algún ex-novio y te dijo que no. Menos mal.
Lees ahora en la prensa que el único acusado, el canario Paolo Eduardo, fue un niño lleno de complejos, que en la escuela lo llamaban Dumbo por sus grandes orejas. Miras para su foto actual y no te parece que destaque hoy precisamente por eso.
Te vienen a la mente vecinos del pueblo y compañeros del colegio que también destacaban por sus grandes orejas. De hecho era habitual entonces llamar Pirri a alguno, porque el ahora marido de Sonia Bruno estaba dotado de unos buenos pabellones auditivos, claro que Pirri era un gran jugador y entonces el insultado podía pensar que no era por las orejas sino por el regate, sobre todo, si se manejaba bien con la pelota. Tenías otros compañeros en el colegio a los que tomabais bastante el pelo a cuenta de sus orejas, y piensas en uno en especial. Estos días tuviste ocasión de revisar unas fotos antiguas en las que están estos orejones y, efectivamente, sí que destacaban. El caso es que si los ves en la actualidad, y los ves, ya no te parece que tengan las orejas tan grandes. Pasa muy a menudo. Ocurre también con las narices. Piensas si esta gente pudo tener algún complejo, y supones que sí, porque te acuerdas de los kilos de más que tú tenías en el cuerpo, claro que los kilos eran fácilmente solucionables comiendo menos y haciendo ejercicio, y para las orejas entonces no se hablaba de cirugía estética.
No sabes por qué unos desarrollan complejos y otros no. Y conoces el caso admirable de un compañero que, por haber sufrido de pequeño la polio, tenía una pierna más corta, y sin embargo, jugaba de portero y no escondía su pierna en un chándal, sino que jugaba con los mismos pantalones de deporte que los demás, y eso que tenía una buena disculpa por su posición en el campo. Si a esto unes que encima era un poco bizco (¿por qué dirás un poco, cuando era muy?), el caso era de maravillar, porque era buen portero.
De todos modos te parece que entre tener las orejas grandes y generar un complejo que lleve a matar, va un abismo y no encuentras el paso lógico que haga cruzar ese puente. Déjate de pamplinas, vete a lo sencillo y concluye que es un caso de celos sin más matices: o para mí o para nadie.
En fin, el abogado algo tiene que decir. Si consigue rebajar algún grado la pena, será un orgullo para él, lo podrá alegar en su currículum y le servirá para asegurar una clientela: los próximos asesinos de la provincia, pero la sociedad tendrá poco que agradecerle. Tú lo hiciste antes alguna vez y ganaste algún caso por la presunción de inocencia aunque siempre tuviste claro, en conciencia, que aquello no había por donde cogerlo.
Te consuelas pensando y deseando que los casos que pudiste haber defendido, por poco más que el orgullo de ganar, no habrán ocasionado ningún mal irreversible a ninguna víctima.
No obstante, decisiones injustas y a sabiendas de que lo son, las estás tomando todos los días y le echas la culpa al sistema. Te consuelas con el triste ejemplo de que si dejas de pedalear te caes de la bicicleta.
2007/06/25
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