Érase una vez una estación de tren recién venida al mundo en una ciudad lluviosa del sur de Europa.
En aquel país acostumbran organizar vistosas ceremonias para celebrar los grandes o pequeños avances económicos o industriales. Así, suélense celebrar con gran pitanza y alegres sonidos de gaita la colocación de unos adoquines, la construcción de una escalera de incendios, la rehabilitación de una casa rural, el asfaltado de una caleya, la plantación de un árbol o la colocación del ramu en una vara de hierba.
Pasa un tiempo entre nacimiento y bautizo, y ocurre con las personas y con las cosas. Nace una estación y cuanto más se tarda en bautizar, pasa lo que pasa, qué nombre le pondremos, que por qué tienes que ser tú, que vaya nombrecito que le pusiste al que nació en Bilbao, y también al que nació en Málaga, que si este nombre es extranjero, que vaya nombre tan largo, que vaya nombre tan feo.
Con las estaciones sucede como con los embarazos, que un padre engendra la criatura y que a la hora del bautizo la madre cambió de pareja y tuvo un problema, ¿invitaré a los dos? ¿no invitaré a ninguno? El padre primero quería un nombre, el padre segundo quería otro. Resulta que el padre primero se enfadó porque antes de marchar de casa dejó un recuerdo, y cuando sus amigos preguntaron por él, lo habían mandado al desván.
Los vecinos del niño dijeron que eran los que más derecho tenían a elegir nombre, que se iban a codear todo el día por la calle con él. Total, que el padre segundo se enfadó con los vecinos y no fue a la fiesta.
El jefe de la aldea y sus amigos tampoco estuvieron porque ya habían dado palabra de ir a una misa que se celebra todos los años por un rey que hubo por allí hace más de mil años. Lo sintió de veras pero no era cosa de perder la tradición.
Los encargados de cuidar al neñu hasta que se haga mayor no fueron al bautizo porque pensaban que no era para los sirvientes. Una pena los pinchos que sobraron.
Sí anduvieron por el bautizo, y hablaron y todo, unos señores que mandan por el condado y que son muy amigos de los que pusieron las perras para el bautizo. Y hablaron y hablaron pero de cosas que no tenían nada que ver con el neñu que se estaba bautizando. Pues a esos señores que hablaron, uno de la capital, mientras bajaban las escaleras mecánicas, les contó que ni padre primero ni padre segundo, que el chiquillo era de inseminación artificial y que el padre era él.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
En aquel país acostumbran organizar vistosas ceremonias para celebrar los grandes o pequeños avances económicos o industriales. Así, suélense celebrar con gran pitanza y alegres sonidos de gaita la colocación de unos adoquines, la construcción de una escalera de incendios, la rehabilitación de una casa rural, el asfaltado de una caleya, la plantación de un árbol o la colocación del ramu en una vara de hierba.
Pasa un tiempo entre nacimiento y bautizo, y ocurre con las personas y con las cosas. Nace una estación y cuanto más se tarda en bautizar, pasa lo que pasa, qué nombre le pondremos, que por qué tienes que ser tú, que vaya nombrecito que le pusiste al que nació en Bilbao, y también al que nació en Málaga, que si este nombre es extranjero, que vaya nombre tan largo, que vaya nombre tan feo.
Con las estaciones sucede como con los embarazos, que un padre engendra la criatura y que a la hora del bautizo la madre cambió de pareja y tuvo un problema, ¿invitaré a los dos? ¿no invitaré a ninguno? El padre primero quería un nombre, el padre segundo quería otro. Resulta que el padre primero se enfadó porque antes de marchar de casa dejó un recuerdo, y cuando sus amigos preguntaron por él, lo habían mandado al desván.
Los vecinos del niño dijeron que eran los que más derecho tenían a elegir nombre, que se iban a codear todo el día por la calle con él. Total, que el padre segundo se enfadó con los vecinos y no fue a la fiesta.
El jefe de la aldea y sus amigos tampoco estuvieron porque ya habían dado palabra de ir a una misa que se celebra todos los años por un rey que hubo por allí hace más de mil años. Lo sintió de veras pero no era cosa de perder la tradición.
Los encargados de cuidar al neñu hasta que se haga mayor no fueron al bautizo porque pensaban que no era para los sirvientes. Una pena los pinchos que sobraron.
Sí anduvieron por el bautizo, y hablaron y todo, unos señores que mandan por el condado y que son muy amigos de los que pusieron las perras para el bautizo. Y hablaron y hablaron pero de cosas que no tenían nada que ver con el neñu que se estaba bautizando. Pues a esos señores que hablaron, uno de la capital, mientras bajaban las escaleras mecánicas, les contó que ni padre primero ni padre segundo, que el chiquillo era de inseminación artificial y que el padre era él.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
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