2013/04/04

LA DIETA

Tomando una sidra y el correspondiente pincho/u de picadillo en El Fontán un día de semana, lees el siguiente titular: “Las dietas deben adaptarse a los gustos y horarios de cada persona”, que viene a ser el resumen de una conferencia pronunciada por el nutricionista Ramón de Cangas.

Es lo que vienes haciendo toda la vida.

Suele entenderse que dieta es comer poco o comer sin grasa, cuando no es exactamente eso. De ahí que tu madre nunca entenderá por qué le impusieron una dieta determinada, si no estaba ni está sobrada de kilos. Desde el punto de vista alimenticio, hay múltiples tipos de dietas, entendidas como pautas alimentarias en función de las circunstancias de cada persona o de cada paciente, no necesariamente para perder peso.

Cerrado este paréntesis, mientras das el último bocado al pincho de picadillo (choriso sin hasé, decía un compañero andaluz de tu padre en Soto de Rey) recuentas mentalmente tu biografía gastronómica.

Como premisa, decir que siempre tuviste buen diente, y que no te falte.

De nenu parece que tu madre te dio manteca abondo, que estar gordín era signo de salud y quizá de prosperidad. Precisamente uno de los primeros recuerdos de tu vida son las rebanadas de pan (de Busdongo, supones) y abundante manteca amarillenta, espolvoreada con azúcar, que te daba en la Corralá de Naveo Teresa la de Rodrigo.

A salto de mata, siguiendo en la infancia, te gustaban los huevos fritos con unos granos de sal por encima, pero crees recordar que en una primera etapa dejabas la clara hasta que un día tu padre te dijo: “Es lo más rico”. Siempre te decía que era lo más rico aquello que no te gustaba, táctica y frase de la que te apropiaste y todavía hoy repites a quien deja algo en el plato. Por seguir con tu padre y con los huevos, comes menos veces de las que desearías unos huevos fritos a su estilo, con pimentón por encima y hasta unas gotas de vinagre. Era un genio, según corrobora una generación entera de gente de los talleres.

Te gustaron mucho las farinas, que habrás cenado cantidad de veces, mezclándolas con la leche, entonces de casa. Según ibas comiendo las farinas, hacías dibujos en el plato, de manera que las farinas y la leche eran como la superficie terrestre con su parte sólida y su parte líquida, una cucharada de sólido y una de líquido, fabricando islas o canales, y así hasta terminar.

También comiste muchas veces patatas guisadas rojas destripadas con leche. Qué decir de la leche recién ordeñada, calentina, bebida a morro por la lechera o por la tapa, o mojando pan en ella, que siempre arroyaba algo por la comisura de la boca.

Unos días que fuiste con tu padre y tu madre a una cabana a La Palanca (puerto de Pajares) de los primos de La Romía, alguien ¿el tío Valentín? preparó unas patatas guisadas en la trébede como nunca más volviste a probar. Todavía tienes presente su olor.

La etapa del seminario de Covadonga queda representada por tres platos: un riquísimo pisto con bonito que nunca volviste a encontrar igual, unas lentejas espectaculares y el puré con cuadraditos de pan.

La fase del Seminario de Oviedo mejor olvidarla desde el punto de vista culinario. El resumen es el café aguado con grumos de la nata que quedaba adherida al pitorro y se iba desprendiendo cuando quería. A destacar de esta etapa los tubinos (canutillos con crema) que tu madre te traía en una caja de zapatos algún fin de semana. También los bocadillos de bonito con un pimiento que confeccionaba con material de El Fontán (ya entonces El Fontán).

Tu época de León la recuerdas por la tortilla al chilindrón en aquel bar (¿de la calle Relojero Losada? ¿de Los Templarios?) cuyo nombre no recuerdas.

De tu madre te quedas con la tortilla de los sábados, las empanadas de bonito, los bollos de chorizo con huevo cocido en el medio y los borrachinos.

Entrando de lleno en la vida laboral, comiste muchas veces y muy bien los guisos de la cantina de Lugo de Llanera y las fabas con calamares en el bar del paso a nivel de Tudela Veguín. No sabes si Sanidad daría hoy el visto bueno a ambos, pero una cosa no quita la otra.

Los cafés de Manolo en Veriña en vasos de cristal entre tren y tren estaban ricos y calentitos.

Como pinchos, los más espectaculares, los de tortilla de jamón de York y queso fundido de Santa Cristina de la época en la que tomabas café con el médico y el Técnico de Personal. Hoy día, los de chosco en El Leonés están de vicio para algún momento de debilidad alrededor de las doce de la mañana.

Por decantarte actualmente por algún plato, te inclinas por el cachopo de ternera y los calamares frescos. Un bocadillo de anchoas es una alegría aprendida desde los que te daba de extranjis José Manuel el de Benina cuando tuvieron la cantina de Fierros.

Decía el titular inicial que las dietas deben adaptarse al horario de cada persona. Así es. Cuando trabajabas a turnos, igual desayunabas a las cinco de la mañana si había que coger un tren a las cinco y media, que a las seis si vivías cerca del trabajo, que a las siete u ocho si habías salido de noche, o a las diez si estabas de descanso. Lo propio de la comida, que tanto podía ser a las doce, como a la una, las dos o las tres. Igual con el horario de la cena. Desde entonces te quedó el cuerpo adaptado a todo, eso sin hablar de las bebidas, que todas te sirven, con y sin alcohol, con y sin gas, calientes o frías, naranjas, verdes, granates o amarillas.

En resumen, que tienes el cuerpo adaptado a cualquier horario y a cualquier menú, exactamente lo que dice el doctor, o eso te interesa entender.


No hay comentarios: