2006/11/20

LA VUELTA DE GUMERSINDO

Mis hermanos quedaron fríos cuando se lo dije. Siempre tuve una confianza especial con papá, no en vano hago de hermano mayor, aunque no lo fui. Lo fui y lo soy para mí y para mis hermanos, pero no para mamá y papá: cuando tenía dos años, mi hermano mayor, Alfonso, cayó al río una mañana del mes de julio, mientras mi madre lavaba, y su cuerpo nunca recibió sepultura.
Mis hermanos y yo tuvimos una infancia feliz, si es que la felicidad es un estado y no una meta. Mis padres y los tres abuelos que vivían por entonces nunca superaron aquel trauma. No eran tiempos de psicólogos. Rumiaron la muerte en soledad. Nunca nadie reprochó nada a mi madre. Fue un trago para ella, según supe después, la mañana que fue con mi padre a declarar al cuartelillo, a los cuatro días de aquello. Lo que mi madre contó ante el cabo jefe del puesto fue lo único que mi padre le oyó para siempre jamás. Al cabo de unos días el cabo dijo a mi padre que el juzgado había archivado el asunto. Mi padre no le preguntó más, únicamente le pidió que, cuando encontrara a mi madre por la calle, se hiciera el encontradizo y se lo contara él mismo, porque él se había prometido olvidarlo, si era posible.
Años más tarde, tendría yo mismo una oportunidad única de leer aquella declaración cuando me dieron una beca para informatizar el archivo histórico de la Guardia Civil en la Provincia. Llegué a tener el legajo polvoriento en mis manos, pero lo escanée, le asigné la clave correspondiente y no quise destruir el secreto. No me arrepiento.
Estaban muy orgullosos de Alfonso, era un niño guapo, cariñoso, despierto y sabía de memoria unas cuantas sintonías de la radio, en especial la inconfundible música del parte.
Mis padres, Sindo y Teresa, no querían tener más hijos. Eso me confesaron mis dos abuelas, cada una por su parte. Pero en el enero siguiente, a los seis meses de faltar Alfonso, en casa no se decía morir, mi madre quedó embarazada de mi hermana Julia. Sería la primera de una larga serie de embarazos, así fueron viniendo al mundo Leonardo, Arquímedes y Aristóteles. Fueron unos años en los que mi padre, además de tener hijos, leía libros de historia y de antigüedades en general, y bautizaba a sus hijos según sus heroes del momento. A mí me llamaron Sindín, de Gumersindo, como mi padre. No sé sí no sería mejor que me hubieran llamado Platón o Jenofonte. Para los hijos siguientes el nombre lo eligió mi madre, que se decidió por Rosa, Azucena y Violeta, no en vano se pasaba horas en el jardín entre podas e injertos. Si en esa fase de la vida Dios les hubiera dado un varón, porque los hijos entonces los daba el cielo, sería un Crisantemo, que quedaría en Cris. Mi madre murió en ese parto. Era la época en la que los niños empezaban a nacer en los hospitales, pero mi madre quiso tener en su casa el que ella decía que sería el último, en la misma cama que parió a Alfonso y a todos los hermanos. Sí, fue el último. Estaba ya un poco delicada y recibía muchas visitas. En una de ellas, vino a verla un tío, hermano de su difunto padre. Se notó peor, pero no se atrevió a decir nada, para no molestar. Nunca quería molestar. Ese pacato sentimiento tan antiguo le costó la vida. Me cuesta escribir esto de mi madre.
Pasaron los años. Mi padre se dedicó en cuerpo y alma a nosotros. Le dimos muchas alegrías y algún disgusto.
El último fue cuando, después de tomar juntos unos vinos, al llegar a casa le dije que me separaba. Ni por lo más remoto lo sospechaba.
- ¿Hay otra persona?, me preguntó.
- No, soy yo.
- No te creo, eso es imposible. En las separaciones siempre hay otra u otro.
- Créeme, papá, no hay nadie.
- ¿Y ella,…Susana, qué dice?
- Lleva tres días sin salir de casa.
- ¿Y los niños saben algo?
- No, ya sabes que están de campamento y no vienen hasta dentro de unos días. Pensé el momento. No quería que vivieran esa tensión y busqué el instante menos malo para decírselo a Susana.
- Ese momento siempre es malo, Sindín, hijo.
Mi padre se quedó mirando fijamente para la lámpara del techo para contener las lágrimas. No tuvo más remedio que ir al comodín a por un pañuelo limpio.
Seguí.
- Mira, papá, busqué un momento en el que Susana tuviera esos días de descanso que junta de vez en cuando, de las guardias que le deben, porque ya me temía que lo iba a tomar así.
- ¿Y hablasteis ya de cómo decírselo a los guajes?
- Susana no para de llorar. No sé cómo la voy a entrar, y eso que mi amigo Ricardo el sicólogo me había recetado unas fórmulas, pero, nada, no soy capaz, se me cayeron los esquemas, y no pensé que lo fuera a tomar así.
- No te extrañe, Susana siempre fue muy buena conmigo y con tus hermanos. Acuérdate de cuando Aris estuvo en el hospital tres meses.
- Sí, papá, me acuerdo, pero eso no son razones para seguir un matrimonio sin amor.
- Ya, pero yo te lo tengo que terminar de decir…que fue ella la que lo acompañaba en la rehabilitación, yo creo que fue gracias a ella por lo que Aris recuperó la movilidad.
- Sí, papá, te repito que lo tengo en cuenta. No lo puedo olvidar. No lo voy a olvidar, pero quiero pasar página, que la vida solo se vive una vez.
- Pero, ¿qué te falta, hijo?
- Papá, me falta que ya no soy feliz.
- ¿Y separándote crees que lo vas a volver a ser? Porque no me dirás que no lo fuiste nunca.
- Sí, creo que lo fui, pero ya ni siquiera estoy seguro de eso. No, no estoy seguro. No tengo ilusión, papá. Me da igual so que arre, nada me hace gracia, los compañeros me ven cambiado y cuándo me preguntan qué me pasa, les digo que nada, pero con razón no me creen.
- Bueno, está bien, hijo, cuenta conmigo para lo que quieras. Si quieres voy a ver a Susana. ¿Lo saben ya mis consuegros?
- Sí, cuando llamaron ese día por la noche, notaron que algo pasaba y se lo dijo.
- ¿Y cómo quedaron?
- Mudos.
- ¿Hablaste con ellos?
- No, ya te digo que quedaron mudos. Bueno, te lo digo por quitar un poco de hierro.
- Bueno, pues, no sé si será buen momento, pero yo también te tenía que decir una cosa. Lo que pasa es que quería que estuvieran presentes tus hermanos, al menos los que están en España, que no nos volvimos a juntar desde que Azucena sacó las oposiciones.
- ¿Qué es? ¿Qué te decides a ir a vivir para el piso nuevo por fin?
- Sí, pero no voy a ir solo.
- Irás con Viole, que no hay manera de echarla de casa.
- No, me voy con Amaya.
- ¿Con Amaya?
- Sí, con Amaya. Me caso con ella.
- ¿Cómo que te vas a casar? ¿con Amaya la de…, bueno, la viuda de Don José?
- La misma.
Ahora sí que se me cayó el alma a los pies.
- ¿Pero desde cuando…salís? No tenía ni idea.
- Bueno, ya sabes que siempre fui…esta familia siempre fue discreta, pero desde que me dijiste que te separabas…
- Hombre, papá, no me digas que te vas a casar porque me separo yo, para mantener la cifra de matrimonios de la familia.
- Pues mira, Sindín, ya que lo preguntas, hace tiempo que Amaya y yo lo tenemos hablado, pero en nuestra familia nunca hubo ni una separación, ni nadie que haya quedado viudo se volvió a casar, pero como ya no soy el primero…nos lo acabas de allanar.
- ¿No me estarás gastando una broma para que me vuelva atrás?
- Lo mío y de Amaya está requetepensado, solo necesitaba una disculpa, un empujón, algo, y eso es lo que me acabas de dar.
- No lo entiendo, papá.
- Entiéndelo, yo también quiero ser feliz. Tengo sesenta y cinco años. Con la salud de ahora y un poco de suerte, todavía puedo disfrutar algo de la vida medio bien…estoy enamorado.
No pude evitar un profundo suspiro mientras me acordaba de mamá, cuya tumba acabábamos de visitar el día de Todos los Santos. Debería reprimir ese pensamiento repelente, pero los estoy imaginando en la cama, a Amaya la de Don José y a mi padre.
- No digo que no tengas derecho, ¿pero estás seguro de que es Amaya la que te conviene? Con ese nombre de gitana…
- Sindín, no te pases, que yo te escuché lo tuyo y no te dije nada.
- Perdona, papá.
- Estoy enamorado, hijo.
- ¿Y cómo lo sabes?
- Porque creo que estoy enamorado y creer estar enamorado es estarlo ya.
No hablamos más. Me despedí de mi padre y regresé a casa, a la que fue mi casa, a la que todavía era mi casa.
- Te tengo que decir otra cosa.
Susana seguía acurrucada en el sofá, tal como la dejé. No me contestó.
- Mi padre se casa.
- ¿Pero qué os pasa a los Sindos?
- Con Amaya la de Don José. Dice que si un Sindo se descasa, otro se casa. No lo dijo así. Se me acaba de ocurrir.
- Pues con el serio que siempre os gastateis, vaya cantada que vais a dar a estas alturas de la vida.
- ¿Pensaste algo en cómo decírselo a los niños?
- Tú mismo, que eres el que lo tienes todo tan pensado. Explícales todo eso de la felicidad y que lo entiendan, que entiendan cómo los dejamos juntos, tu ý yo, al pie del autobús, cuando marcharon para el campamento y cuando vuelvan estamos cada uno por su lado. Explícales eso de la felicidad. Y si no, que se lo explique tu padre.
- No metas a mi padre en esto, que ya le dije yo lo que le tenía que decir.
- No me meto, es cosa suya, tiene derecho a ser feliz, claro que sí, como tú, tú también tienes derecho a ser FE-LIZZZ
Lo dijo así, con retintín, recalcando un final de palabra que podía ser también el final de una etapa.
Se levantó de golpe, como un resorte, se puso de pié frente a mí, avasalladora, con la voz enérgica que reservaba para las grandes ocasiones.
- ¿Sabes lo que te digo? Que puedes ir cogiendo tus cosas ya, que no me voy a acojonar ni por esto ni por nada. Que como tu padre se marchará al piso nuevo, te dejará el suyo, y no tendrás que hacer ningún esfuerzo. Él llevará sus cosas y ahí tendrás hueco de sobra para lo tuyo, para todos tus cachivaches. Puedes empezar a llevarlos ya.
- Susana.
- Ni Susana ni mierda caliente. Lo que te dije. No te pienso putear, pero puedes empezar cuando quieras, es más, cuando vuelvan los niños del campamento, te pueden ayudar con-la-mu-dan-za, que así te irás antes pa-ra-tu-pi-so-de-sol-te-ro, co-tu-her-ma-ni-ta-Vio-le, y que Violeta me perdone esta alusión.
- …
- Pasado mañana vienen los niños, a la una están aquí, que coman y a las tres ya te pueden ayudar a empaquetar tus cosas.
No era lo esperado. No pretendí vender mi separación como una imposible victoria, pero tampoco quería salir con el rabo entre las piernas, y tenía toda la pinta.
Ahora resulta que lo mío desencadenó lo de papá, y eso sí que me jorobó, además con la viuda de Don José, con la fama de estirados que tenían por estos contornos.
¿Y si me vuelvo atrás habrá un efecto dominó con mi padre?
Marqué su número de teléfono.
- Papá ¿y si no me separo?
- Hijo, la decisión está tomada, lo que más me costó fue pasar la vergüenza de decírtelo. Ese fue el trago más duro. Lo acabo de hablar con Amaya. Está tan emocionada que no pudo articular palabra. Nos queda poco de vida, estamos sanos, pero ya vivimos más de lo que nos queda y lo que nos reste queremos estar juntos.
- El que no va a ser feliz ahora soy yo.
- Lo siento, Sindín, en la vida hay que tomar decisiones. Tú tomaste una y me allanaste el camino. Te lo agradeceré siempre. A veces las felicidades son incompatibles y por desgracia excluyentes, es lo que pasa cuando dos están enamorados del mismo o de la misma pero no al contrario. Para que uno sea feliz otro tiene que ser infeliz.
- …
- En el amor y en el desamor los padres comprenden a los hijos, pero los hijos no entienden a los padres. Es lógico. Son etapas por las que ya pasamos. Con sesenta años te imaginas lo que piensa el de treinta, pero no al revés. Puedes repensar el pasado, pero no siempre es fácil adivinar el futuro y es lo que pasa en la relación entre jóvenes y mayores.
- …
- Espero que Susana y tú os portéis. No sé si habéis hablado ya de quién marcha de casa, porque ella tiene otra y tú tienes ésta, que te voy a dejar libre en breve. Una vez que tomé la decisión será cuanto antes. Os queda para ti y para Viole.
- ¿Pero no hablaste con Susana? Si es lo mismo que me acaba de decir, casi con las mismas palabras.
- No hace falta se muy inteligente, las posibilidades no son tantas, y a veces no hay que ir a Salamanca para resolver el caso. La solución viene rodada.
Una interferencia cortó la comunicación. Mejor. Estaba todo dicho.
Cuando fui a dejar el teléfono en la base, Susana ya había hecho unos cuantos paquetes. Con tinta indeleble escribió en el exterior con letras bien grandes mi nombre, GUMERSINDO.

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