2015/04/04

NO ENCUENTRO MI CARA EN EL ESPEJO, de Fulgencio Argüelles


Sólo en el momento de preparar estas letras te percatas del marcador de libros que vienes utilizando desde que tu hija te lo regaló después de un viaje a Madrid: el Guernica de Picasso, inspirado, como el libro de Fulgencio, en los horrores de la guerra civil española.

Acudiste en su día a la presentación de este libro, plasmando de aquella tus impresiones aquí mismo. Tu comentario de entonces provenía del mero papel del oyente (http://sipiluchi.blogspot.com.es/2014/11/presentacion-de-libro.html) que tomó aquel día por primera vez el libro en sus manos. Encuentras ahora ajustada la reseña del acto publicada al día siguiente en EL COMERCIO. Ya lo habían leído.

Imitando malamente al autor al abusar de alguno de sus recursos estilísticos, dirías que el libro merece la pena y también merece una relectura en voz alta en algunos pasajes. Es dueño de un estilo inconfundible, que homenajea aludiendo de pasada a las letanías de lluvias, los abedules y los palacios azules de su obra anterior.

No tienes la lista de los personajes que cobran vida, y algunos muerte, cerca de veinte, todos bien perfilados, pero no necesariamente rocosos porque dejan un espacio a la duda.

“Ahora tenía dudas. Aquel barco que ya se perdía a lo lejos, aquellos amigos que había sentido tan cerca en los últimos meses, el hijo que habría de llegar, la mirada triste de la gente, la ruina de los pueblos y las ciudades, todo le hacía dudar, mira cómo te tiembla la mano sana que sujeta las riendas, fíjate en ese polvo corrompido que envuelve las cosas y las vulgariza, dónde estarán los perfiles que delimitan lo bueno y lo justo, todo se torna mediocre, hasta las firmes ideas que antes te hacían estremecer”.

Te gustaron sobremanera las magistrales narraciones en paralelo entre lo que ocurre y lo que se piensa o siente, por ejemplo en la muerte de Blandina San Juan, le hermana del cura muerto o los memorables episodios de la atracción física entre el nuevo cura y María Casta.

Entrañable el perfil de Alarico, el tonto del pueblo, con minúsculas pero múltiples apariciones a lo largo de la novela, mereciendo una descripción asustada en la parte final, para que se recuerde mejor. Bien se cuidó el autor de no marcarlo con un nombre usual para evitar estigmas y quizá rabias, tal como anticipó en la presentación.

Creativos, trabajados, ingeniosos los diálogos entre el nuevo cura y el señor maestro, el teólogo y el agnóstico, seguramente un homenaje a la lectura juvenil de Giovanni Guareschi con la saga de Don Camilo y Peppone, el maestro comunista. Son diálogos en bruto, teatrales, sin narrador, sin presentación, que se desparraman a lo largo de la obra y acaban propiciando un acercamiento de posturas, o al menos, la comprensión del diferente.

- Agradezco sobremanera su conversación, señor maestro, pero debo acudir a los rezos de la tarde, pues aún quedamos algunos fieles que encontramos el sosiego en la oración.
- También yo agradezco su paciencia, señor cura, y su comprensión, y, si le parece, lo acompaño hasta la plaza, pues quiero escuchar las noticias de la guerra en la radio de Veredigna.

Anteriormente se había enunciado el decálogo del maestro, una especie de diez mandamientos laicos. Quedarían así: No dejar que ningún tiempo se pierda; sentirse humilde; el amor; la solidaridad de todos con todos; la defensa de la verdad; la práctica activa del silencio; los treinta minutos de siesta; la educación, como adiestramiento del pensamiento; la confianza diaria en que las cosas pueden ser mejores; la idea de que la muerte será el último mal pero no será gran mal porque al ser el último no podrá ser sufrido ni recordado. Parecen unos mandamientos ligeros, de perfil bajo, que bien podrían habérsele ocurrido al cura, por lo tanto no tan contradictorios: “ Todo transcurría lentamente, envuelto en una fina tela de desidia, igual que había ocurrido en sus años de seminarista, igual que había ocurrido siempre, y él intentaba extraer lo mejor de cada momento”.
 
La vuelta del violinista es otro momento narrativo culminante y al oírse en la aldea nuevamente (el eterno retorno) las antiguas notas, aprovecha el autor para un recuento de personajes, técnica interesante por si alguien se había perdido: Conrado Varela el maestro, Don Carmelo el cura, Alarico el tonto, María Casta la madre, Zulema la amiga, Edipio el hijo que se busca en el espejo, Veredigna, el tío León, la viuda Dulce Nombre, Digna Emerita la rica, Pincio Galaina el abuelo, Arcadio Berrina y su tía Felicidad, Delaira, Blandina San Juan, Felicia la amiga, el carpintero Laureano, su mujer Constantina, la maestra Vidalides y Felicitas Varela, la destinataria de la música de su primo. La esmerada elección de los nombres daría pié para más líneas.

Llegas al final de la novela y persiguen tus dudas sobre el porqué del título. Al entrar en el segundo tercio, pronuncia la frase literalmente el protagonista, Edipio: “Cuando abrió los ojos vio el rostro sonriente de María Casta reflejado en el espejo, y se sobresaltó, y le dijo, madre, no encuentro mi cara en el espejo, y ella le dijo, te estás volviendo poeta, y le preguntó, no estarás enamorado, y él le dijo, te hablo de algo serio y tú me vienes con simplezas”.

Quienes tengan cierta edad recordarán las imágenes torcidas y caprichosas, se dice en la novela, que devolvían los espejos de la infancia.

Hay otros episodios de otros espejos: el nuevo mueble con luna doble que encarga Efrén, el falangista bueno y lisiado, cuya llegada es todo un acontecimiento social en el pueblo, mereciendo incluso la bendición del cura.

Quizá dé una pista la dedicatoria manuscrita: una invitación a mirarse juntos en el espejo o el libro como espejo o la vida como espejo o la guerra como espejo o Efrén como espejo. Daría para otra entrada, pero ya estuvo bien.

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