Cuenta la leyenda que en el picu Castiichu, encima de Cabezón (Lena), vieron a unos ángeles jugar con unos bolos de oro.
La vía del ferrocarril llevaba tantos años abandonada que la nieve se había acostumbrado a posarse sobre ella sin que nadie la molestara. Los raíles, oxidados y mates, serpenteaban entre los montes y los túneles del antiguo trazado del Pajares como una cicatriz antigua, y las traviesas crujían en invierno, no por el peso de los trenes, sino por el frío que se incrustaba en una madera ya fisurada. Algunos recordaban, con nostalgia, el silbido de las locomotoras al salir de los túneles de Pandoto, El Romerón, El Topeal o La Pisona. Decían que los trenes se fueron porque el tiempo había encontrado un camino más rápido no muy lejos de allí.
Aquella Nochebuena el silencio
era tan profundo que parecía recién estrenado. Solo el viento se atrevía a
recorrer la vía, empujando copos de nieve y algún recuerdo suelto. En la vieja
caseta del guardagujas, con las ventanas rotas y la puerta vencida, una luz
inesperada empezó a temblar, como si alguien hubiese encendido una estrella a
ras de suelo.
No era alguien. Eran ellos.
Los ángeles descendieron sin
ruido, como si el aire los reconociera y se apartara. No llevaban trompetas ni
túnicas solemnes, sino bufandas largas y abrigos claros que brillaban con una
luz suave, parecida a la del amanecer. Reían con una alegría contenida, esa que
no molesta a los dormidos.
—Aquí se está bien —dijo el más
rubio, señalando el tramo recto de la vía—. Hace años que nadie pasa.
Abrieron un saco de tela gruesa
y, con cuidado casi ceremonial, sacaron diez bolos de oro. No eran grandes,
pero relucían con un brillo cálido, como si guardaran dentro todos los veranos
del mundo. Los colocaron con precisión, apoyados sobre las traviesas.
La bola también era especial: no
de oro, sino de acero antiguo, quizá rescatado de un viejo vagón. Pesaba lo
justo y tenía marcas de viajes que ya nadie recordaba.
—Empiezas tú —dijo otro ángel,
dándole un suave empujón al primero.
El ángel tomó la bola, respiró
hondo y la hizo rodar por el raíl. La bola avanzó despacio al principio, luego
más segura, guiada por el metal frío. Al chocar contra los bolos, el sonido fue
claro y limpio, como una campanilla. Los bolos cayeron uno tras otro, sin ruido
de golpe, como si se inclinaran para dormir.
Los ángeles aplaudieron en medio
del silencio.
Alguna familia vivía todavía en
las casas levantadas junto a la vía en las inmediaciones de algún túnel. Un
niño observaba la escena tras la ventana. Se había despertado porque no podía
dormir, pensando en regalos que tal vez no llegarían y en un padre que
trabajaba lejos desde que los trenes dejaron de pasar frente a su casa. Al ver
la luz junto a la vía, pensó que soñaba, pero el sueño no suele tener tanto
detalle. Se puso el abrigo y salió, con el corazón latiendo deprisa.
—Hola —dijo, con la voz
temblorosa.
Los ángeles se giraron a la vez.
No parecieron sorprendidos.
—Hola —respondieron—. Feliz
Navidad.
El niño se acercó con cautela.
Vio los bolos de oro, la vía cubierta de nieve, la bola detenida entre los
raíles.
—¿Puedo jugar? —preguntó.
Un ángel se agachó a su altura y
le guiñó un ojo.
—Claro. Pero pide un deseo antes
de lanzar.
El niño cerró los ojos. Pensó en
su padre, en que volviera pronto, en que el tren regresara por donde solía
porque sería muy bien recibido. Cuando lanzó la bola, esta rodó firme, como si
conociera el camino. Derribó todos los bolos menos el más pequeño, el miche, que
quedó en pie, brillante y solitario.
—No pasa nada —dijo el ángel—. A
veces los deseos necesitan tiempo.
Los ángeles recolocaron los
bolos, y uno a uno fueron lanzando, riendo, dejando que la noche se llenara de
esa alegría pequeña y perfecta. Cada vez que un bolo caía, algo cambiaba
imperceptiblemente: una chimenea se encendía sola, un sueño se volvía más amable,
una carta encontraba destino.
Cuando el reloj dio las doce
campanadas, los ángeles guardaron los bolos en el saco.
—Tenemos que irnos —dijeron—. Hay
muchas vías olvidadas esta noche.
El niño quiso decir algo, pero
las palabras se le quedaron en el pecho. Uno de los ángeles dejó un bolo de oro
sobre la traviesa.
—Es para ti, pero no lo recojas
todavía. Para que te acuerdes de nosotros y para que sepas que los caminos no
desaparecen, solo esperan.
La
mañana siguiente, cuando el hijo del guardagujas fue a recoger el bolo dorado,
ya no estaba, pero a lo lejos oyó el pitido de una locomotora. Remolcaba el
tren en el que su padre retornaba a casa. Los trenes volvían a circular por el
puerto de Pajares.
En
Navidad incluso las vías abandonadas pueden traer la esperanza.

3 comentarios:
Este cuento Luis Simon, bien pudiera suceder en el sureste de España, más concretamente en Cartagena.
Nos arrancaron de cuajo los trenes y espero que los ángeles pasen por aquí.....
Ten fe.
Muy emotivo. Tendrán que ser los angelitos los que recuperen y vuelvan a dar vida a la ruta ferroviaria de Pajares. Esos ángeles que jugaban habían acampado en la vivienda del Jefe de estación de Malvedo-Casorvida.
Me uno a las felicitaciones.
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