2025/12/22

CUENTO FERROVIARIO DE NAVIDAD. LOS BOLOS DE ORO.


                                  Cuenta la leyenda que en el picu Castiichu, encima de Cabezón (Lena), vieron a unos ángeles jugar con unos bolos de oro.

 

La vía del ferrocarril llevaba tantos años abandonada que la nieve se había acostumbrado a posarse sobre ella sin que nadie la molestara. Los raíles, oxidados y mates, serpenteaban entre los montes y los túneles del antiguo trazado del Pajares como una cicatriz antigua, y las traviesas crujían en invierno, no por el peso de los trenes, sino por el frío que se incrustaba en una madera ya fisurada. Algunos recordaban, con nostalgia, el silbido de las locomotoras al salir de los túneles de Pandoto, El Romerón, El Topeal o La Pisona. Decían que los trenes se fueron porque el tiempo había encontrado un camino más rápido no muy lejos de allí.


Aquella Nochebuena el silencio era tan profundo que parecía recién estrenado. Solo el viento se atrevía a recorrer la vía, empujando copos de nieve y algún recuerdo suelto. En la vieja caseta del guardagujas, con las ventanas rotas y la puerta vencida, una luz inesperada empezó a temblar, como si alguien hubiese encendido una estrella a ras de suelo.

No era alguien. Eran ellos.

Los ángeles descendieron sin ruido, como si el aire los reconociera y se apartara. No llevaban trompetas ni túnicas solemnes, sino bufandas largas y abrigos claros que brillaban con una luz suave, parecida a la del amanecer. Reían con una alegría contenida, esa que no molesta a los dormidos.

—Aquí se está bien —dijo el más rubio, señalando el tramo recto de la vía—. Hace años que nadie pasa.

Abrieron un saco de tela gruesa y, con cuidado casi ceremonial, sacaron diez bolos de oro. No eran grandes, pero relucían con un brillo cálido, como si guardaran dentro todos los veranos del mundo. Los colocaron con precisión, apoyados sobre las traviesas.

La bola también era especial: no de oro, sino de acero antiguo, quizá rescatado de un viejo vagón. Pesaba lo justo y tenía marcas de viajes que ya nadie recordaba.

—Empiezas tú —dijo otro ángel, dándole un suave empujón al primero.

El ángel tomó la bola, respiró hondo y la hizo rodar por el raíl. La bola avanzó despacio al principio, luego más segura, guiada por el metal frío. Al chocar contra los bolos, el sonido fue claro y limpio, como una campanilla. Los bolos cayeron uno tras otro, sin ruido de golpe, como si se inclinaran para dormir.

Los ángeles aplaudieron en medio del silencio.

Alguna familia vivía todavía en las casas levantadas junto a la vía en las inmediaciones de algún túnel. Un niño observaba la escena tras la ventana. Se había despertado porque no podía dormir, pensando en regalos que tal vez no llegarían y en un padre que trabajaba lejos desde que los trenes dejaron de pasar frente a su casa. Al ver la luz junto a la vía, pensó que soñaba, pero el sueño no suele tener tanto detalle. Se puso el abrigo y salió, con el corazón latiendo deprisa.

—Hola —dijo, con la voz temblorosa.

Los ángeles se giraron a la vez. No parecieron sorprendidos.

—Hola —respondieron—. Feliz Navidad.

El niño se acercó con cautela. Vio los bolos de oro, la vía cubierta de nieve, la bola detenida entre los raíles.

—¿Puedo jugar? —preguntó.

Un ángel se agachó a su altura y le guiñó un ojo.

—Claro. Pero pide un deseo antes de lanzar.

El niño cerró los ojos. Pensó en su padre, en que volviera pronto, en que el tren regresara por donde solía porque sería muy bien recibido. Cuando lanzó la bola, esta rodó firme, como si conociera el camino. Derribó todos los bolos menos el más pequeño, el miche, que quedó en pie, brillante y solitario.

—No pasa nada —dijo el ángel—. A veces los deseos necesitan tiempo.

Los ángeles recolocaron los bolos, y uno a uno fueron lanzando, riendo, dejando que la noche se llenara de esa alegría pequeña y perfecta. Cada vez que un bolo caía, algo cambiaba imperceptiblemente: una chimenea se encendía sola, un sueño se volvía más amable, una carta encontraba destino.

Cuando el reloj dio las doce campanadas, los ángeles guardaron los bolos en el saco.

—Tenemos que irnos —dijeron—. Hay muchas vías olvidadas esta noche.

El niño quiso decir algo, pero las palabras se le quedaron en el pecho. Uno de los ángeles dejó un bolo de oro sobre la traviesa.

—Es para ti, pero no lo recojas todavía. Para que te acuerdes de nosotros y para que sepas que los caminos no desaparecen, solo esperan.

La luz se apagó suavemente. Los ángeles se elevaron y alguien creyó verlos encima del picu Castiichu. La vía quedó otra vez en silencio.

La mañana siguiente, cuando el hijo del guardagujas fue a recoger el bolo dorado, ya no estaba, pero a lo lejos oyó el pitido de una locomotora. Remolcaba el tren en el que su padre retornaba a casa. Los trenes volvían a circular por el puerto de Pajares.

En Navidad incluso las vías abandonadas pueden traer la esperanza.

3 comentarios:

Francisco García Salmerón Ga dijo...

Este cuento Luis Simon, bien pudiera suceder en el sureste de España, más concretamente en Cartagena.
Nos arrancaron de cuajo los trenes y espero que los ángeles pasen por aquí.....

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

Ten fe.

Anónimo dijo...

Muy emotivo. Tendrán que ser los angelitos los que recuperen y vuelvan a dar vida a la ruta ferroviaria de Pajares. Esos ángeles que jugaban habían acampado en la vivienda del Jefe de estación de Malvedo-Casorvida.
Me uno a las felicitaciones.