2025/05/28

EL DESVÁN DE LAS MUSAS DORMIDAS, de Fulgencio Argüelles

Uno no exagera si afirma que Fulgencio Argüelles está entre los mejores prosistas de la península. Lo podrá comprobar el lector que abra la novela por cualquier página.

La propia contraportada apunta de qué va la obra: ”…esta envolvente novela, a medio camino entre las memorias y la elegía…”. Así es, una novela original, en parte una autobiografía parcial del autor hasta bien avanzada la adolescencia, y una elegía por el protagonismo que dedica a su padre, que le precedió una generación en su paso por el seminario, el internado de la ciudad, como lo llama a lo largo de la narración.

Como en sus últimas novelas, una prosa muy trabajada, sin palabra alguna de relleno. Alguno de sus recursos narrativos, tan personales, son perfectamente reconocibles: “Le pregunté a mi padre, estás bien, eso le pregunté, era la primera vez que le preguntaba a mi padre si estaba bien, me di cuenta de que nunca antes se lo había preguntado, y sentí que con aquella pregunta me despedía definitivamente de la infancia”.

La narración bien pudiera pasar por novela etnográfica, ya que describe y evoca con maestría, en un brillante ejercicio de nostalgia y de memoria, cómo era la vida en una aldea cualquiera de los valles mineros en los años cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo. “Humeaban las chimeneas, porque las cocinas de carbón siempre estaban encendidas, aunque fuera verano”. “Los ruidos del verano eran los de la hierba que agonizaba, los de las ramas que crujían, los del musgo suspirando y los del agua que se agotaba en los manantiales”.

Uno pudo averiguar que los personajes, todos sin nombre, que desfilan a lo largo de la novela, existieron y están retratados con fidelidad poética. “En la incertidumbre y la duda nacen estas descripciones”. “No quiero escribir los nombres de aquellos compañeros de la infancia. No debo escribir el nombre de nadie. Recordar sin nombres es atender a los rostros, a la piel desnuda, como una mayor consideración de aquella intemperie en medio de la cual crecíamos”.

Tampoco se citan con su nombre las localidades que aparecen, pero se identifican perfectamente gracias a originales perífrasis: la ciudad de las casas colgadas; el santuario de los mártires beatos; los del pueblo alto, parroquia por derecho; la tierra de los mosquitos…

No faltan originales descripciones políticas, así como sus conocidas inclinaciones: “El oficinista decía que los rojos creían en los cuentos de hadas y que los anarquistas creían directamente en las hadas”. “No me preguntó mi nombre ni yo supe el suyo, porque a los ricos los nombres de los pobres les da lo mismo”.

Como es de esperar, son numerosas las alusiones a Dios, a la fe y a su pérdida. “Años después, Dios se desvanecería, pero aquellas plegarias íntimas, aquellos diálogos con mi crucifijo interior continuaron cada noche de mi mida”. “Guardé silencio mucho rato y al fin dije, confieso que no sé si creo o no creo en Dios”.

Reiteradamente menciona a su padre como el hombre que sacó treinta y dos matrículas de honor, pero que no le evitó ganarse la vida lavando carbón ni acabar sus días entre ataques epilépticos agravados por el consumo de alcohol. Una confesión desgarradora, sin duda. “Mientras un hombre ponía el pie en la luna, otro hombre, que había sido luminaria de mi vida, mordía el polvo amargo de la tierra”. “Aquellas musas, amigas íntimas de mi padre, se habían quedado dormidas para siempre en el desván”.

¿Por qué el título? El desván en el que el padre daba clases particulares, explicando lo humano y lo divino, por ejemplo, la historia de las nueve musas de la mitología griega.


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