2014/08/20

MANUAL DE PINTURA Y CALIGRAFÍA, de Saramago

Dudaste si lo que estabas leyendo era una novela o retazos de una autobiografía por el rastro biológico que crees descubrir en la obra. Es imposible leer a Saramago (y a otros autores cuya voz tengas identificada) sin imaginar que en realidad estás oyendo recitar con su propia voz queda mientras sostiene su libro entre las manos a la vez que descansa con las piernas cruzadas. Así comienza, y es una forma magistral de introducir e incluso resumir una de las varias líneas generales de la trama.

Seguiré pintando el segundo cuadro, pero sé que no voy a acabarlo nunca. La tentativa ha fracasado, y no hay mejor prueba de esta derrota, o fallo, o imposibilidad, que la hoja de papel en la que empiezo a escribir: hasta un día, tarde o temprano, en que iré del primer cuadro al segundo y vendré luego a este texto, o saltaré la etapa intermedia, o interrumpiré una palabra para acercarme a poner una pincelada en la tela del retrato que S. me encargó, o en aquel otro, paralelo, que S. no verá.

No eres de los que, leída la mitad de una novela, te lanzas a la última página, impaciente por descubrir en qué termina, pero no estaría de más que de vez en cuando volvieras a la primera por si encuentras la clave que te saque de alguna duda. Te habrías olvidado de esa buena costumbre si Saramago no se hubiera remitido en algún pasaje a esas primeras líneas.

Como si de un particular renacentista se tratara el autor, que se denomina H. (¿el hombre?) pasa de un retrato cartesiano, fidedigno y por encargo, concebido para de ser colgado en una sala de juntas de un Consejo de Administración, a una libre interpretación del retratado, esa imagen también real pero tantas veces oculta, una disección psicológica del pintor/escritor, que como pintor intentó “destruir a este hombre cuando lo pintaba, y descubrí que no sé destruir”.

H. se ve en la necesidad de completar a través de la escritura, letras dibujadas al fin, esos aspectos que no logra precisar con los pinceles, ese dibujo del rico “que enciende ofendido el pitillo porque casualmente no hay allí nadie que se lo encienda”.

En esta novela (aceptas el encasillado) Saramago descubre la transformación que se opera en el propio autor de las pinturas y escritos. Transforma al posado y se transforma el artista/artesano. Estamos ante una triple cara: la del retrato oficial, la del metarretrato (del modelo en ambos casos) y el retratista que se va remodelando en ese ejercicio de transformación exterior que deviene también interior, reflejo también de magistrales transiciones entre la pintura y la escritura:

He dormido mal. Y estoy solo. Hace más de ocho días que no oigo sonar el teléfono. He despedido a la asistenta. Durante un tiempo, le dije. Ahora tengo poco trabajo, y yo mismo arreglo la casa como puedo. Adelaida oyó lo que le dije. No se le movió ni un músculo de la cara, pero el pie derecho se le torció levemente, quedó como embotado, dolorido, lleno de aflicción. Salió sin una palabra, o diciendo sólo «cuando quiera». ¿Cuando yo quiera? ¿Cuando quiera ella? No lo sé, pero la diferencia sería ciertamente (lo digo por segunda vez) la de dos tonos diferentes del color. No tiene la pintura ambigüedades de éstas (menos ambiguo sería decir «estas ambigüedades»), pero otras tiene que me llevaron a escribir, e imposibilidades también: falta, para que quede definitivamente probada la justicia de este mundo, que las ambigüedades de la escritura, y a la vez sus imposibilidades, me obliguen a pintar. O algo intermedio. He inventado ya el centisegundo, que no sé cómo aplicar. Me faltaría ahora descubrir el escripintar, ese nuevo y universal esperanto que nos transformaría a todos en escripintores, entonces tal vez dignos prácticos de benditas artimagias. Busco en el sueño: artimagias, bartimagias, barthes magia, cartimagias, karl marx, dartimagias, darte más, eartemagias, ¿y arte? más.

No queda ahí la imbricación entre la pintura y la escritura (la caligrafía, es decir, letra hermosa ¡qué acierto el título bebiendo directamente de la etimología griega!). Avanzando un paso más, se llega a la retroalimentación (¡puaj!, caíste) entre la escritura y el pensamiento, en sucesivos viajes de ida y vuelta, dialécticos se podría decir.

“… si me lancé a escribir fue precisamente para darme tiempo de pensar, para pensar con tiempo. Nacer, vivir, morir, son verdades universales y secuencia natural. Si quisiéramos transformarlas en verdad personal y en secuencia cultural, tendremos que escribir mucho más que los tres verbos por aquel orden dispuesto, y admitir que, entre los dos extremos de nada y nada, el vivir puede contener algunos nacimientos y muertes, no sólo los ajenos que de algún modo nos toquen o hieran, sino otros nuestros: al igual que la culebra dejamos la piel cuando ya en ella no cabemos, o vienen a faltarnos las fuerzas y nos atrofiamos dentro, y esto sólo acontece a los humanos.”

Ahora otra imagen deslumbrante de la pintura, que te recuerda el divertimento etimológico de la educación: si deriva de conducir o de extraer. La pintura que a base de echar capas, sin embargo funciona como bisturí abriendo o levantando pieles y carnes:

“No es un bisturí, pero sí algo parecido a un bisturí. Sirve para levantar, delicadamente o desgarrando, la piel de los señores de la Lapa, por ejemplo, y saber quién hay debajo”.
“Toda obra de arte,…debe ser una verificación. Si queremos buscar una cosa, tendremos que levantar las coberturas (o piedras, o nubes, pero digamos, como hipótesis, que son coberturas) que la ocultan. Ahora bien, yo creo que no valdremos mucho como artista (y, obviamente, como hombre, como gente, como persona) si, hallada por suerte o por trabajo la cosa buscada, no seguimos levantando el resto de las coberturas, apartando piedras, despejando nubes, todas, hasta el fin. Recordemos que la primera cosa puede haber sido puesta allí sólo para distraernos de la segunda. Verificar, simple opinión mía, es la verdadera regla de oro.” (“¿Y qué más”, que diría Julián Marías en boca de Javier Marías).

Por lo demás, la novela incluye agudos comentarios sobre algunas ciudades italianas. Coincides en el encantamiento de Siena y Florencia y la indiferencia ante la enormidad descomunal de Roma. Abundan también los comentarios sobre los pintores de todos los tiempos, pero se da la paradoja de que Botticelli no es de los suyos: “No debo de estar aún maduro para gustar de Sandro Botticelli, pues me dejan casi enemigo de su Venus”. Pese a ello, la portada se ilustra con uno de sus cuadros. ¿Un doble sentido que ignoras? ¿Hay que aplicar el bisturí a la portada? ¿Hay que levantar algo?

Y termina con “Esta escritura va a terminar. Duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro.” La acción se desarrolla justamente en los últimos meses de la dictadura portuguesa en el momento de triunfar la revolución de los claveles. ¿Influyó en algo la pintura, el bisturí, la escritura, el pensamiento, el arte de ida y vuelta?

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