2013/01/17

DECREPITUD

Algunas devociones laicas te impiden pasar este sábado por El Fontán, y no puedes traicionar tu compromiso vital de aparecer por allí una vez a la semana para tomar una botella de sidra y un pinchu de picadillo mientras lees la prensa, esa Nueva España que en esas ocasiones compras en el kiosko cercano. Tomas el primer culín mientras ves a Sara Montiel en la portada, otra Sara Montiel muy diferente a la que hace dos horas pasó a medio metro de ti en el vestíbulo de la estación (o en la cafetería, no lo recuerdas con precisión).

Nunca verías decrépito a un anciano por el que sientas  estima aunque esté literalmente en las últimas, aunque sea un inexistente e imaginario viejín sentado en un esquenu sombrío, con chaqueta de pana o mahón, con la negra boina calada y apoyando el bastón en la barbilla mientras piensa en el tiempo pasado con la mirada perdida, eso sí le da por abrir esos ojos que las más de las veces permanecern cerrados.


Los viejos ya no son lo que eran. Por no ser, ni siquiera son viejos: son de la tercera edad.

Sinceramente no sabes con qué actitud abordar a esos ancianos y ancianas que se resisten a serlo, que quizá son todos, pero piensas concretamente en los que se niegan a ayudarse del bastón, los que lucen mechas de colores en sus cabellos o largas uñas fosforescentes o de chillones colores. A la vez los compadeces y admiras, pero ¡quién sabe lo que harás si llegas! Lo escribes  con evidente retintín pero también con duda. Buridán en estado puro y malicioso, si malicia y pureza no son como el agua y el aceite.

Meditas sobre la decrepitud, relacionada muy posiblemente con el crepúsculo, más probablemente con el crepitar de ruidos y crujidos, alejados del discreto silencio, al menos en la escena que inspiró estas líneas.

Así ves a Sara Montiel a las doce y media de la mañana en la estación de Oviedo, después de pasar consulta el día anterior en la clínica oftalmológica de referencia. Allí estaba en una silla de ruedas empujada por una asistente iberoamericana permanente o ad hoc. Pese a su nombre, a su pasado y a su decrepitud, habrá tenido que dejar libre la habitación del hotel a las doce la mañana, y como otros muchos don nadie llegaría a la estación para hacer tiempo, ella que tanto tiene (y muestra o disimula, según las tomas, los días y las horas) hasta las dos y media de la tarde, cuando sale para Madrid ese Alvia que en el momento de escribir esto puedes asegurar que llegó felizmente a la capital y no quedó bloqueado en ningún puerto ni en ningún túnel, haciendo imposible el rescate de la prensa rosa o de otros agoreros.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El crepúsculo de los ídolos. Si no nos morimos, también llegaremos a esa edad decrépita, con las carnes flácidas, esa presbicia senil... y que no tengamos esa enfermedad de nombre alemán. Entonces quizá no nos reconozca nadie. Pero ahora casi nadie nos reconoce (salvo en nuestro entorno más cercano) y no será tan dura la pérdida de vigor, de fama, de glamour.

Anónimo dijo...

probe, lo que fai el tiempu!!