CUENTO (FERROVIARIO) DE NAVIDAD
Hacía dos horas que habían salido de Gijón, pero les parecía que llevaban toda la vida en el tren, en aquel viejo exprés.
- ¿Falta mucho, papá?
- No, hijo, ya estamos llegando, es la próxima parada. Cuando veas muchas luces, allí es.
Quiso la suerte que el tren se viera obligado a parar en plena vía debido a unas obras. Las obras, incluso antes, tenían algo de luz. Para aquel niño era mucha luz, tanta como nunca había visto en su vida. Ni corto ni perezoso, siguiendo literalmente las palabras de su padre y, sobre todo, sus propios deseos de llegar, abrió la puerta y, de un brinco, puso los pies en tierra, o, para ser más exactos, en las piedras, en el balasto.
Los gritos del padre despertaron a todos los del compartimento:
- Maruja, cógelo todo, que nos bajamos, Juanín se acaba de bajar.
- Pero, Pepe, ¿Cómo lu dejaste?
- Venga, cógelo todo que no hay tiempo de explicaciones.
Recogieron sus pocos enseres, pusieron pie en tierra en el mismo momento en el que el tren pitaba y reanudaba la marcha. Allí quedaron los tres en medio del monte mientras veían que las tres luces rojas del coche de cola desaparecieron dentro del túnel.
- Pero, Juanín, hijo, ¿qué hacemos ahora?
- ¿Qué, pasa, mamá?
- Que esto no es ninguna estación.
- Como me dijiste que cuando viera muchas luces ya llegábamos, me bajé, no nos fuera a pasar como aquella vez que casi no nos da tiempo.
- Juanín, esas luces no son ninguna estación, son los focos de esa obra... Por ahí viene alguien.
- Buenas noches, ¿pero qué hacen aquí?
- Que como vimos tantas luces pensábamos que era ya la estación.
- Pues aquí no tenemos ningún sitio dónde podáis quedaros. Estoy yo solo vigilando estas obras, no hay ni una triste silla. Únicamente os puedo dejar esta linterna. Justamente este camino os lleva hasta una iglesia cerca de aquí, a unos quince minutos. El camino está seco y no tendréis problema.
- ¿Pero qué hacemos en la iglesia?
- La iglesia está en obras y está abierta, y podéis estar allí hasta que vengan los del pueblo por la mañana, que la están arreglando. Es el camino que utilizo de vuelta y ya por la mañana me devolvéis la linterna.
Así lo hicieron. No les engañó el buen hombre. Llegaron a la iglesia. La iglesia estaba cerrada, pero pudieron quedarse en el atrio. No hacía frío aquella noche. Con la luz de la linterna, vieron que había mucho polvo ¿pero qué importaba eso?.
Durmieron como pudieron, tumbados sobre unos tablones y tapados con los chambergos que llevaban.
Al poco de amanecer fueron llegando los vecinos del pueblo, primero dos, luego tres, más tarde otros dos, finalmente cuatro, once en total. Sus relaciones no eran óptimas. Algunos no se hablaban, pero ninguno quería que la iglesia se viniera abajo y, aunque a regañadientes, al menos se pusieron de acuerdo en trabajar para conservarla.
Era sábado y tenían pensado pasar el día trabajando allí arriba. Habían subido incluso las viandas para prepararse la comida, cada uno la suya.
Los forasteros les explicaron lo ocurrido.
Pepe era albañil; Maruja, cocinera, amañosa en general, arreada. De hecho fue ella la que decidió marchar mundo adelante. A aquellos hombres no les venía mal alguien que, además de tener buenas intenciones, supiera algo más que hacer masa y pegar ladrillos.
Allí se quedaron Pepe y Maruja.
La iglesia quedó preciosa, tan bien que el cura quiso hacer una fiesta por todo lo alto para celebrar su restauración. Incluso asistió el obispo.
En la homilía el Obispo tuvo unas palabras especiales para Pepe, al que agradeció su dedicación y su buena mano.
- Estoy seguro de que Pepe y Maruja nunca olvidarán estas semanas que pasaron aquí. Y Juanín, que hizo tan buenos amigos. La pena es que se tengan que marchar, aunque, si ellos quieren les puedo ofrecer algo.
Maruja y Pepe se miraron con una mueca en la boca y arrugando la frente, y miraron al Obispo encogiendo ligeramente los hombros.
- Sí, quiero deciros que hace tiempo que en el Obispado estamos buscando a alguien que nos mantenga estas iglesias, capillas y ermitas diseminadas por el contorno. Hace unos días recibimos una herencia de un buen hombre de estas tierras que emigró para Argentina y dejó escrito que quería que se repararan las pequeñas iglesias que había conocido en las romerías antes de marchar. Al final lo hablamos, salvo que queráis decir algo ahora.
Tomó la palabra Maruja, que ya dijimos que era arreada:
- Estamos muy agradecidos de los vecinos y de Vd., pero de lo que más satisfechos estamos es de que gente del pueblo que no se hablaba, haya hecho tabla rasa a partir de las obras. Creo que vamos a aceptar el ofrecimiento que nos hace, pero el premio mayor, con mucho, es, como dice Juanín, el buen rollo que hay ahora.
Y se quedaron.
Cuando vino el Obispo era Navidad.
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