No sabrías decir con qué frecuencia presencias la estampa de algunas personas abriendo y revolviendo las bolsas de los cubos de la basura, esas bolsas de colores que muchos ciudadanos se esmeran en rellenar en sus casas con los desechos adecuados a su color.
La selección no es tarea fácil. A veces comienza la resistencia en la propia familia: llegado el caso, te lo pueden admitir cariñosamente porque alguna manía hay que aceptar en el círculo más próximo. Pasada esa etapa, llega la fase del portal. Puede uno ser precavido, pero casi todo se tira por la borda si el resto de la comunidad no colabora.
Pasada esa nueva criba, hay que salvar un nuevo obstáculo: que nadie abra las bolsas, revuelva su contenido y lo desparrame o reparta al buen tuntún por otros cubos y por el suelo. Te preguntas qué pueden encontrar allí de valor esas gentes que rebuscan.
Las humanas tentaciones te llevan a malpensar y maldecir a esas gentes, pero en silencio, solo para tus adentros, que hay que evitar riesgos. Acto seguido te reprimes y te dices que el tuyo es un pensamiento y un sentimiento mezquino, una capricho de tiquismiquis ricos porque no se puede anteponer el reciclado a la necesidad; no vayas a caer en la xenofobia de pensar mal de un extranjero necesitado; no vayas a caer en el racismo si quien revuelve es de otra raza un poco más oscura que la tuya; no vayas a hundirte en la discriminación de género según el sexo del rebuscador. Te acabas convenciendo de ser un mezquino cuando los miras mal pero no puedes evitar la duda de si merece la pena la ridiculez de la separación casera.