Uno había leído hace años “El camino”, de Miguel Delibes,
pero como no se acordaba de la misa la media, volvió este verano a las andadas.
Como resume la solapa, Daniel el Mochuelo, está a punto de
ingresar en un internado de la capital y la noche anterior evoca lo que fue su
vida hasta entonces.
Uno se fijó en un ramillete de frases, que resumen el sentir
de una época.
La, a veces, cruel juventud, por mucho que se idealice el
tiempo pasado.
“La prepotencia, aquí, la determinaba el bíceps y no la
inteligencia, ni las habilidades ni la voluntad”.
Expresiones de una época, que quizá no pasarían hoy el tamiz
de los censores políticamente correctos.
“María la Chata, que también tenía el vientre seco…”
Pensamientos.
“Los ricos siempre se encariñan, cuando son ricos, por el
lugar donde antes han sido pobres. Parece ser esta la mejor manera de demostrar
su cambio de posición y fortuna y el más viable procedimiento para sentirse
felices al ver que otros que eran pobres como ellos siguen siendo pobres a
pesar del tiempo”.
El cambio climático, ya de aquella.
“Suponían una paz inusitada los días de lluvia, que en el
valle eran frecuentes, por más que según los disconformes todo andaba patas
arriba desde hacía unos años y hasta los pastos se perdían ahora -lo que no
había acaecido nunca- por falta de agua”.
El amor, que todo lo hace ver y sentir de otra forma, máxime
en la adolescencia o antes. Y los matices del campo.
“Pero cuando ella regresaba todo tomaba otro aspecto y otro
color. Se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más
incitante el verde de los prados, y hasta el canto de los mirlos adquiría entre
los bardales una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía entonces como
un portentoso renacimiento del valle, una acentuación exhaustiva de sus
posibilidades, aromas, tonalidades y rumores peculiares, en una palabra. como
si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de la Mica y
otra brisa que el viento de sus palabras”.
“La Guindilla mayor acababa de descubrir que había una
belleza en el sol escondiéndose tras los montes, y en el gemido de una carreta
llena de heno y en el vuelo pausado de los milanos bajo el cielo límpido de
agosto, y hasta en el mero y simple hecho de vivir”.
Campo/ciudad.
“La Josefa, la que se suicidó por El Manco, era gorda, pero
por lo que dicen mi padre y la Sara, también tenía cutis. En las capitales hay
muchas mujeres que lo tienen, en los pueblos no, porque el sol les quema el
pellejo o el agua se lo arruga”.
Realismo rural.
“La gente del valle era obstinadamente individualista. Don
Ramón, el alcalde, no mentía cuando afirmaba que cada individuo del pueblo
preferiría morirse antes que mover un dedo en beneficio de los demás”.
El inevitable cementerio rural. No en vano la obra termina
con una triste muerte de un joven.
“No había mármoles, ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni
tumbas revestidas de piedra. Los muertos eran tierra y volvían a la tierra, se
confundían con ella y en un impulso directo, casi vicioso, de ayuntamiento. En
derredor de las múltiples cruces, crecían y se desarrollaban los helechos, las
ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un
consuelo que, al fin, descansara allí, envuelto día y noche en los aromas
penetrantes del campo”.
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