2025/08/06

EL CAMINO, de Miguel Delibes

 

Uno había leído hace años “El camino”, de Miguel Delibes, pero como no se acordaba de la misa la media, volvió este verano a las andadas.

Como resume la solapa, Daniel el Mochuelo, está a punto de ingresar en un internado de la capital y la noche anterior evoca lo que fue su vida hasta entonces.

Uno se fijó en un ramillete de frases, que resumen el sentir de una época.

 

La, a veces, cruel juventud, por mucho que se idealice el tiempo pasado.

“La prepotencia, aquí, la determinaba el bíceps y no la inteligencia, ni las habilidades ni la voluntad”.

 

Expresiones de una época, que quizá no pasarían hoy el tamiz de los censores políticamente correctos.

“María la Chata, que también tenía el vientre seco…”

 

Pensamientos.

“Los ricos siempre se encariñan, cuando son ricos, por el lugar donde antes han sido pobres. Parece ser esta la mejor manera de demostrar su cambio de posición y fortuna y el más viable procedimiento para sentirse felices al ver que otros que eran pobres como ellos siguen siendo pobres a pesar del tiempo”.

 

El cambio climático, ya de aquella.

“Suponían una paz inusitada los días de lluvia, que en el valle eran frecuentes, por más que según los disconformes todo andaba patas arriba desde hacía unos años y hasta los pastos se perdían ahora -lo que no había acaecido nunca- por falta de agua”.

 

El amor, que todo lo hace ver y sentir de otra forma, máxime en la adolescencia o antes. Y los matices del campo.

“Pero cuando ella regresaba todo tomaba otro aspecto y otro color. Se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados, y hasta el canto de los mirlos adquiría entre los bardales una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía entonces como un portentoso renacimiento del valle, una acentuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonalidades y rumores peculiares, en una palabra. como si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de la Mica y otra brisa que el viento de sus palabras”.

“La Guindilla mayor acababa de descubrir que había una belleza en el sol escondiéndose tras los montes, y en el gemido de una carreta llena de heno y en el vuelo pausado de los milanos bajo el cielo límpido de agosto, y hasta en el mero y simple hecho de vivir”.

 

Campo/ciudad.

“La Josefa, la que se suicidó por El Manco, era gorda, pero por lo que dicen mi padre y la Sara, también tenía cutis. En las capitales hay muchas mujeres que lo tienen, en los pueblos no, porque el sol les quema el pellejo o el agua se lo arruga”.

 

Realismo rural.

“La gente del valle era obstinadamente individualista. Don Ramón, el alcalde, no mentía cuando afirmaba que cada individuo del pueblo preferiría morirse antes que mover un dedo en beneficio de los demás”.

 

El inevitable cementerio rural. No en vano la obra termina con una triste muerte de un joven.

“No había mármoles, ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni tumbas revestidas de piedra. Los muertos eran tierra y volvían a la tierra, se confundían con ella y en un impulso directo, casi vicioso, de ayuntamiento. En derredor de las múltiples cruces, crecían y se desarrollaban los helechos, las ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un consuelo que, al fin, descansara allí, envuelto día y noche en los aromas penetrantes del campo”.


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