Los sábados que no hay pincho de picadillo en el Fontán por incompatibilidad de ocupaciones son como esas fiestas que hay que recuperar, además antes de que pasen siete días, porque en caso contrario caduca el derecho.
Con esa premisa, te dejas caer un jueves por la plaza porticada, también por si es inminente la ejecución de la sentencia que obliga a retirar parte de las mesas de su ubicación habitual.
Ya ventilaste el pincho de picadillo cuando un hombre de acento sudamericano, de un país que no sabrías precisar, quizá uruguayo, pregunta al camarero qué hay para comer y si tiene zorza. El camarero no comprende la petición y crees entender que el cliente aclara que es algo parecido a un chorizo gallego.
El cliente llama al dueño, que sí sabe de zorzas. Sí, hombre, picadillo.
Acabáramos.
Dos apreciaciones: es cierto que los camareros chapurrean todos los idiomas del mundo y que, reciban o no formación, tienen que buscarse la vida para salir adelante en ese mundo, en pariticular si trabajan en una zona turística como es El Fontán, pero también lo es que el cliente tiene que esmerarse en ser entendido.
La segunda apreciación es que no soportas que los clientes quieran hacerse los importantes requiriendo la atención del dueño y despreciando a los camareros.
Una coletilla. La afición al picadillo viene de familia y cuando en tu casa había matanza, tu padre llevaba abundante picadillo para compartir con el personal de las estaciones donde trabajaba reparando vagones. En una ocasión no se entendió con un andaluz en Soto de Rey porque para éste el picadillo era “choriso sin hasé”. Para ellos el picadillo es otra cosa.
De haberlo sabido, el probable uruguayo habría pedido “choriso sin hasé” en vez de zorza.
2012/03/23
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