Es fácil perderse leyendo Camino de perdición del leonés Luis Mateo Díez. La contraportada resume acertadamente la trama: a Sebastián Odollo, viajante de comercio, le encomiendan cambiar la ruta que le corresponde para indagar el paradero de otro viajante que no regresó.
La ilustración de la portada resulta convincente: el coche que la empresa pone a disposición del viajante tiene nombre, Oruga, y hasta vida propia para guiar los destinos de Sebastián, un coche viejo con tres muertos a la espalda por esas rutas reales o imaginadas de las comarcas leonesas que aparecen con nombres ficticios pero identificables para quienes conozcan bien las tierras leonesas, como Val Gusán o Sermil. Ahí aparecen los apellidos, ahora sí reales, Bardón o Viñuela, bien asentados en el norte de León.
Pese a ser un libro de párrafos generalmente muy cortos que raramente superan las diez líneas, y frases también breves, no es de muy cómoda lectura. Cuando uno está tentado de volver unas páginas atrás para resituarse, el narrador, imaginando dudoso al lector entre la ensoñación y la realidad, traza una pincelada reconfortante y animosa que permite seguir el norte de la narración.
Salpicando los párrafos, el autor se entretiene a veces con reiteraciones de sonidos con intención desconocida.
D: El dedo que indicaba alguna indicación dudosa.
G: Volaban en un lento asedio sobre la aguja de los campanarios algunas cigüeñas que regresaban de las vegas.
M: Doña Mirna revoloteaba inquieta manejando la muleta.
Por lo demás, en el libro se confunden posadas, pensiones y casas de putas, pues bien parece que los viajantes se alojaban solamente en los burdeles de la ruta, donde eran conocidos y esperados, justificando el título de la obra entre otros matices.
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