Fue una casualidad terminar el libro justamente el día de Viernes Santo, que fuiste leyendo a saltos, haciendo un largo paréntesis para evaluar contra reloj ciento treinta y cinco cuentos del concurso de cuentos Lena en su primera fase, y más tranquilamente unos quince en la fase final. Seguramente será tu última colaboración.
Saramago va armando a un Jesucristo Dios y un Jesucristo hombre indisoluble del anterior. No habría pasado la censura en tiempos no muy lejanos, pero en algunos aspectos podría pasar por una versión entretenida -y mejorada- de los Evangelios. Fabrica soluciones ingeniosas para la doble paternidad del mismo Dios Padre y de José el carpintero. Seguramente por esos mismo hace morir crucificado a su padre terrenal, como anticipo de la muerte que sufrirá el hijo.
Por momentos el diálogo que mantienen en una barca entre la niebla (o la tiniebla) Dios, Jesús y el Demonio es de una altura teológica que hace preciso releer varias veces para poder captar, y no del todo, su significado. El Demonio incrementa su protagonismo, según avanza este evangelio, y apunta y apuntala la crueldad de Dios al rememorar o, mejor, anticipar el martirio del que los santos serán objeto y sujeto.
El libro termina, como es lógico, con la muerte de Jesús: "Ya no llegó a ver, colocado en el suelo, el cuenco negro sobre el que su sangre goteaba". No desvelas ningún secreto, cabe suponer que Jesús no resucite en su evangelio, aunque sí es materia de la novela la resurrección de Lázaro y la mayor parte de los milagros emblemáticos del Nuevo Testamento, que son tratados con gracia.
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