Te acabas de enterar por destacados miembros/autores del concurso de cuentos Lena, en cuyo jurado tuviste el honor de participar como lector, que dos de los autores que más te gustan, Gabriel García Márquez y José Saramago, están pasados de moda. Mala follá, y que te perdonen la expresión, pero estás leyendo 10 Corsarios, la opera prima de Tito Montero, con ascendencia en Fierros, y se te pega alguna expresión de los bajos fondos de la novela. Cuando la termines, pondrás algo por aquí.
Pues nada, te tocó jurar o juramentar precisamente cuando estabas a la mitad del Ensayo sobre la Lucidez, de Saramago, y no era cuestión de dejarlo después de haber ventilado (y disfrutado de) la tercera parte.
Como dice la canción: “Digan lo que digan, yo te seguiré queriendo”. Es cierto que te gustó más la primera parte, que describe o imagina lo que ocurre en un país cuando por circunstancias que se intentarán investigar en la segunda parte, la inmensa mayoría de los electores decide votar en blanco, eso como mal menor, porque bien avanzada la jornada electoral, lo que se intuía y temía era una abstención escandalosa.
A partir de la mitad, la obra se vuelve detectivesca, cuenta las andanzas de un comisario, un inspector y su ayudante intentando dar con el instigador del voto en blanco. Por si no te iban las historias de polis, taza y media, porque la novela de Tito Montero también va de de bajos fondos.
Cerrado todo el paréntesis, bien merece una reflexión el voto en blanco, ese voto que alguna vez defendiste como protesta contra el sistema. ¿Contra el sistema? Bueno, no tanto.
En ningún momento del relato, o de los relatos, Saramago explica el porqué del título. Tampoco defiende expresamente el voto en blanco, pero basta con pensar en el propio título para intuir que un voto así y la lucidez no están del todo reñidos. ¿Qué pasa si la inmensa mayoría, como en esa ficción, vota en blanco? Saramago pinta preocupada a la clase política, que quiere indagar las causas con métodos legales o ilegales. Las fuerzas del orden habían desaparecido del mapa en un primer momento, hasta algunos ministros acabaron confesando su deserción al admitir que habían votado en blanco. No se produjeron grandes tumultos, la gente siguió viviendo, quizá dando a entender que alguna an-arquía es posible.
Llevado a la práctica, ¿quién capitalizaría el voto en blanco? ¿quién interpreta la voluntad de cada votante, la voluntad del que se abstiene, la del que vota a F y a los ocho meses vota a P?.
Dejémoslo en una pintoresca obra de política-ficción de la que no cabe extraer matemáticamente ninguna conclusión.
Pues nada, te tocó jurar o juramentar precisamente cuando estabas a la mitad del Ensayo sobre la Lucidez, de Saramago, y no era cuestión de dejarlo después de haber ventilado (y disfrutado de) la tercera parte.
Como dice la canción: “Digan lo que digan, yo te seguiré queriendo”. Es cierto que te gustó más la primera parte, que describe o imagina lo que ocurre en un país cuando por circunstancias que se intentarán investigar en la segunda parte, la inmensa mayoría de los electores decide votar en blanco, eso como mal menor, porque bien avanzada la jornada electoral, lo que se intuía y temía era una abstención escandalosa.
A partir de la mitad, la obra se vuelve detectivesca, cuenta las andanzas de un comisario, un inspector y su ayudante intentando dar con el instigador del voto en blanco. Por si no te iban las historias de polis, taza y media, porque la novela de Tito Montero también va de de bajos fondos.
Cerrado todo el paréntesis, bien merece una reflexión el voto en blanco, ese voto que alguna vez defendiste como protesta contra el sistema. ¿Contra el sistema? Bueno, no tanto.
En ningún momento del relato, o de los relatos, Saramago explica el porqué del título. Tampoco defiende expresamente el voto en blanco, pero basta con pensar en el propio título para intuir que un voto así y la lucidez no están del todo reñidos. ¿Qué pasa si la inmensa mayoría, como en esa ficción, vota en blanco? Saramago pinta preocupada a la clase política, que quiere indagar las causas con métodos legales o ilegales. Las fuerzas del orden habían desaparecido del mapa en un primer momento, hasta algunos ministros acabaron confesando su deserción al admitir que habían votado en blanco. No se produjeron grandes tumultos, la gente siguió viviendo, quizá dando a entender que alguna an-arquía es posible.
Llevado a la práctica, ¿quién capitalizaría el voto en blanco? ¿quién interpreta la voluntad de cada votante, la voluntad del que se abstiene, la del que vota a F y a los ocho meses vota a P?.
Dejémoslo en una pintoresca obra de política-ficción de la que no cabe extraer matemáticamente ninguna conclusión.
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