Sidi, Ludriq, Ruy Díaz, el jefe de la hueste, que con esos nombres aparece a lo largo de la novela, según interlocutores y circunstancias.
Un golpe de realidad para no mitificar demasiado al personaje: al final el Cid es un mercenario que se ofrece al mejor postor pero con la condición de nos combatir nunca contra su propio rey Alfonso, al que rinde fidelidad, pese al agravio recibido en forma de destierro, que el Cid asume con honor. No desdeña ni las pequeños encargos que le pueden hacer unos burgueses para que proteja los contornos de un río ni el compromiso con el rey moro de Zaragoza para defender unas posiciones o extender sus fronteras.

Sin entrar en demasiados detalles históricos ni de la genealogía regia, en unas pocas pinceladas, describe cómo eran las alianzas y enfrentamientos entre reinos y señores en aquellos siglos, lo básico para enmarcar los acontecimientos en los que participó: el rey Sancho, el Rey Alfonso, los reyes de algunas taifas, el sitio de Zamora, peripecias hábilmente contadas a partir de las cicatrices físicas y secuelas que las diferentes batallas fueron dejando en su cuerpo.
Sidi es un hombre de frontera y de fronteras, al que resulta imprescindible conocer las costumbres y las lenguas de amigos y adversarios, y nos consigue sumergir en otros siglos y otros territorios cuando habla de la aceifa, el alfaquí, la escarcela, el almófar, los medios gallos, la moharra, los mesnaderos, el belmez, las aljubas, los morabíes, las daraqas, las conteras, el rebencazo, los gambesones, los briales, los atabales, los címbalos, las aljubas, las jamugas, las ajorcas, la zalá, los almocadenes, la gonela, las huesas, los añafiles.
"Se apartaban los jinetes, abriendo las filas para dejarle paso. Sentía el jefe de la hueste sudor a hierro,cuero, sudor y estiércol: a lo que había ocurrido y a lo que iba a ocurrir" .
La experiencia como corresponsal de guerra le sirve al autor para descripciones válidas para todas las guerras anteriores a las del siglo XXI: Lo peor no era el combate, sino la espera. Tuvo tiempo para pensar en eso mientras aguardaba inmóvil, tumbado boca abajo sobre una roca del paso Corvera(...)La guerra era aquello: nueve partes de paciencia y una de coraje. Y más temple era necesario para lo primero que para lo segundo. En diecisiete años de pelear había visto a hombres de valor probado en las batallas, a guerreros temibles, desmoronarse cuando la espera se prolongaba demasiado. Ser vencidos de antemano por la tensión. Por la incertidumbre(...). En su niñez Ruy Díaz creyó que la vida de campaña era un continuo guerrear, una ronquera de apellidar a Santiago. Sin embargo, pronto aprendió que batallar era un mucho más, o un casi todo de rutina y fatiga, de marchas interminables, de calor, frío, tedio, sed y hambre y también de apretar los dientes aguardando momentos que no sucedían nunca o que, cuando al fin llegaban, transcurrían fugaces y brutales, sin tiempo para retener detalles, sin otro pensamiento que no fuera golpear, defenderse y recordar la única regla: si luchas bien, vivirás; si no, te matarán.
No se ahorra en detalles duros, sin llegar al regodeo. Se trata de que el lector no olvide que hablamos de batallar, con su parte de estrategia colectiva pero que en el término final depende del valor individual, con poco espacio para las dudas. Dudaba sin embargo. Y eso no era bueno. En un combate no importaba tanto lo que se hiciera como ejecutarlo con audacia y determinación..
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Finalmente una mención a los asturianos de la novela, bastante malparados, vaya por Dios.
Abu Qumes: Abu Qumes, un renegado de origen asturiano. No tenía fama de intrépido y su lealtad a uno u otro rey era de circunstancias. Lo identificó fácilmente en la barbacana: grueso, con barba gris y una jacerina de acero sobre el torso.
Nuño Bernáldez, ese asturiano tuerto.
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