La novela retrata el ambiente social y laboral del mundo
jerezano del vino, la producción, las bodegas, la recogida de la uva, la
contratación del personal, los señoritos, los empresarios, los capataces, los
buscavidas, las artes para quitarse trabajadores, las escaseces materiales, la
pequeña liberación que significan los bares en una posguerra todavía presente.
Se describen con precisión algunas faenas de la vendimia u
otras relacionadas con el vino.
“El vino que se saca de una bota de solera con cien años de telarañas,
y se venencia alargando el chorrito desde la cazoleta a la copa de cristal, ese
es un vino que exige respeto en el trato. De manera que hay que olerlo despaciosamente,
una y otra vez, primero con un agujero de la nariz y luego con el otro, hasta
que el aroma se meta por la garganta abajo. Después hay que situar la copa de
forma que le entre la luz por detrás para que se transparente y se le destaquen
al vino sus propiedades limpieza. Luego se gira la mano o se giña un ojo, se
acerca y se separa la copa con el fin de que se le puedan coger las vueltas a
la diafanidad”.
También la dependencia del clima (de hecho, la segunda parte
de la novela lleva por título “La tormenta”), las sensaciones de una borrachera
y la diferencia entre las primeras que se pillan y las siguientes, cuando el
cuerpo se acostumbra. No falta una descripción magistral en primera
persona, sin puntos ni comas, en un torbellino de ideas que se agolpan.
La mísera España de los años cuarenta a los sesenta se
retrata sin tapujos en varios pasajes.
“Miguel, de pronto, con una meticulosa calma, se quitó los
pantalones y saltó dentro del lagar, agarrándose torpemente al reborde de
madera podrida. No hacía una figura demasiado airosa bailando en calzoncillos
sobre la uva”.
“Una rata salió de debajo de los barriles. Se quedó quieta
un momento antes de dirigirse pausadamente hacia la puerta del patinillo. El
capataz fue el único que la vio pero no dijo nada. Se conoce que ya estaba
acostumbrado”.
“Una bombilla, adosada el tabique de panderete, iluminaba de
mala manera el despacho de vinos. La otra parte de la tienda, el almacén de
comestibles, quedaba a oscuras. Olía a sudor agrio y a sebo”.
“Se puso a echar cuentas, el amplio abdomen volcado sobre la
tabla carcomida del mostrador”.
“Lola intentaba cerrar un cajón que se había atascado. Se
hincó de rodillas y empujaba primero de un lado y luego del otro, metiéndolo
por tiempos”.
“Lola dejó la camisa sobre la cama y se levantó. Tenía la
bata deshilachada por abajo y se le asomaba un dedo por la punta de la
alpargata negra.”
“Lucas abrió la puerta y la volvió a cerrar detrás suyo,
golpeándola dos veces sin conseguir hacer encajar el pestillo, que no tenía
hembra”.
“Tragó saliva varias veces. La saliva remoja el hambre en el
estómago. Lucas se metió la mano en el bolsillo de dentro de la cazadora(…)Contó
lo que tenía (…) Dos billetes de una peseta, una monedita también de peseta y cuarenta
céntimos en calderilla. Con tres cuarenta uno puede comprarse una barra de pan
y un octavo de resto en una freiduría. Si el resto de pescado está empezando a
apestar, cuesta un poco menos y a lo mejor las tres cuarenta dan también para
un vaso de mosto. El mosto hincha el pan en la barriga y el hambre ya no da
empujones hasta la mañana siguiente”.
“La estantería con sus tres desiguales anaqueles repletos de
libros viejos que no había leído nunca; el retrete para echar la bilis; la
falta de sentido de la butaca, con una mancha oscura en el sitio de apoyar la cabeza
y un razado lamparón en cada brazo”.
“Iba descalza y tenía los dedos de los pies como morcillas.
Se los refregaba unos contra otros, echando fuera los rollitos de la suciedad”.
“El amigo del muchacho del mono azul mahón se escarmenaba el
pelo con un peine desdentado, ahuecándoselo, y agachándose para verse en el
espejo que servía de fondo a las botellas”.
“Se paró al lado de la pared para encender el faria. El
primer fósforo se le apagó y con el segundo el puro no acababa de tirar por más
que chupaba. Sacó un palillo de dientes del bolsillo de arriba de la chaqueta y
se lo clavó al faria por la parte puntiaguda, empujándolo para dentro con la
uña del dedo meñique. La uña del dedo meñique de Cobeña era un prodigio de
conservación. Gorda y amarilla, con una longitud aproximadamente igual a la
mitad del dedo, hacía las veces de herramienta indispensable para los más
variados usos”.
Y finalmente una muerte realizando labores vinícolas. Y las
terribles consecuencias cuando no media vínculo matrimonial entre el muerto y
su pareja.
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