Por fin, volviste a la literatura por la puerta grande. Cuenta
Saramago en el epílogo cómo surgió la obra. Fue invitado a una charla a la
Universidad de Salzburgo y le organizaron una cena en un restaurante llamado El
Elefante, donde había varias figuritas, entre otras la torre de Belén de Lisboa
y otras representaciones de monumentos europeos. De esas imágenes Saramago
intuyó el viaje de un elefante entre Lisboa y Viena, del que hay alguna noticia
histórica. No hizo más que armar un argumento poniendo su humor, su
imaginación, su ingenio, su prosa.

Saramago
es un maestro a la hora de sortear los anacronismos.
De no
ser por el temor que tenemos de cometer un gravísimo anacronismo, nos apetecería
imaginar que el archiduque recorrería la distancia hasta su coche bajo un baldaquín
de cincuenta espadas desenvainadas, sin embargo, es más que probable que ese
tipo de homenaje haya sido idea de alguno de los frívolos siglos posteriores.
Pide anticipadas disculpas por si el lector se muestra demasiado
escrupuloso con fondos y éticas, que nunca faltan en el novelista portugués.
No es que fuera nuestra intención, pero ya sabemos que, en estas
cosas de la escritura, no es infrecuente que una palabra tire de la otra sólo
por lo bien que suenan juntas, sacrificando así muchas veces el respeto por la
liviandad, la ética por la estética, si cabe en un discurso como éste tan
solmenes conceptos, y para colmo, sin provecho de nadie, por esas cosas y por
otras es por lo que, casi sin darnos cuenta, vamos haciendo tantos enemigos en
la vida
No
sabía que entre los subordinados había dos amantes de las palomas. Dos colombófilos.
Palabra tal vez no existente en la época, salvo por ventura entre los
iniciados, pero ya debían de estar llamando a la puerta, con ese aire
falsamente distraído que tienen las palabras nuevas, pidiendo que las dejen
entrar.
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