Conocías a Edwards de algunos artículos sueltos publicados en EL PAÍS en otro tiempo pero nunca habías afrontado una de sus novelas. Para una primera aproximación eliges una obra corta por una razón tan prosaica como la siguiente: te vas a marchar de vacaciones y quieres devolverlo en plazo a la biblioteca pública.
Nada puedes añadir a la introducción preparada por César Antonio Molina, escritor y breve ministro de cultura: “El Marqués de Villa Rica: un hombre del pasado; un mediocre; un ser anacrónico; el arquetipo de esa clase aristocrática que se niega a desaparecer; un inverosímil individuo (…) sorprende un día a su bella esposa en adulterio con su profesor de piano (…) Sin inmutarse encarga a un escultor que reproduzca al escabrosa escena con figuras de tamaño natural…”
Poco puedes añadir en lo tocante a argumento tan original y sorprendente. Habrá que adentrarse en la lectura para averiguar el motivo último de tamaña ocurrencia del Marqués. No queda del todo claro pero los acontecimientos van entremezclando la vida de los protagonistas con la del propio grupo escultórico hasta que en algún momento se resienten las articulaciones y los cuerpos y parece que los dolores se traspasan de unos a otros hasta el punto de no saber a ciencia cierta si quien padece es el hombre de carne y hueso o el de cera.
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