No lo recordaban con total seguridad pero calculaban que todavía viviría Franco cuando aquel grupo de amigos se juntaron por última vez para celebrar juntos la Nochevieja. Ninguno llegaba a los veinte años.
La mayor parte eran de Oviedo o de Gijón y el resto provenían de otros pueblos y ciudades asturianos. La situación era de empate técnico y echaron una moneda al aire. Si salía cara se juntarían en Oviedo, si cruz recibirían al año en Gijón. Salió cara.

Los gijoneses no tuvieron más remedio que coger su macuto y caminar hasta la estación del Norte para iniciar el viaje hacia Vetusta. Querían llegar con tiempo a Oviedo para echar una mano, si hacía falta, en la cocina y decidieron tomar el ya entonces viejo Correo que salía camino de León a las tres de la tarde, remolcado por aquella imponente mole verde que decían una Sietemil.
Con las risas y las chanzas propias de la ocasión el tren pasó por Veriña, por Serín, y se adentró a una velocidad más lenta de lo normal en el túnel que une o separa, según se mire, las estaciones de Villabona y Lugo de Llanera.
Chof, Chof, Chof, el tren debió quedar detenido en el medio del túnel porque bajando la ventanilla y asomando la cabeza, se quería adivinar un asomo de luz natural en cada boca.
El tiempo iba pasando. De momento nadie informaba de nada. Con algunas linternas se fue haciendo algo de luz pero las pilas acabaron por agotarse y no hubo más remedio que sacar las velas que tenían pensado reservar para hacer un juego de magia en las primeras horas del año cuando el sueño amenazara con ir dando fin a la fiesta. La tranquilidad fue tornando en preocupación. De vez en cuando se acercaba el interventor con su linterna de una luz cada vez más mortecina para comunicar lo de la vez anterior, que no se sabía lo que pasaba.
Alguno lo vio tan negro que sacó de su mochila el pequeño Nacimiento que había recogido para que presidiera la amistosa cena y colocó una vela para que lo iluminara, como tenía pensado hacer en el ágape de Nochevieja.
Apagaron algunas velas, no fueran a necesitarlas si la parada se prolongaba todavía más. La mayor parte de los viajeros de aquel coche se agruparon alrededor de las velas. Las guitarras acabaron saliendo de las fundas. Se entonaron algunas canciones. Se trabaron algunas amistades. Algunos ya calculaban que llegarían a León después de las campanadas y, ante la emergencia, fueron invitados a quedarse en Oviedo. Cuando estaban preguntando al chalaneru qué llevaba en la chalana, comenzaron a oírse ruidos de compresores y otras extrañas maquinarias. Las guitarras enmudecieron, los cánticos cesaron. Se hizo la luz.
No pasarían ni diez minutos, cuando el pitido de la máquina retumbó en todo el túnel y el Correo comenzó a avanzar, primero con lentitud, después con decisión.
Ya era de noche cuando el tren entraba en Oviedo.
Abreviaron los preparativos y simplificaron el trámite culinario. No quedaban velas para la magia. El encanto había sido que al final pudieron pasar juntos aquella noche, así que encendieron las velas para la cena y dejarían el juego para otra ocasión que nunca llegó.
Terminó la noche, llegó el día, pasaron los meses y los años. Siguieron siendo amigos y se juntaron en muchas ocasiones desde entonces, pero amores, desamores y otros avatares les impidieron volver a comer las uvas juntos.
La mayoría tuvo descendencia, y entre los recuerdos míticos de sus padr

es nunca faltaba la historia de las velas, que con el paso del tiempo se iba convirtiendo en una leyenda de contornos cada vez más borrosos.
Ninguno puso demasiados kilómetros de por medio y alguien tuvo la ocurrencia de volver a hacer el viaje entre Gijón y Oviedo con una vela encendida. Para unos sería la llama de la amistad, para otros la estrella de Belén que iluminó aquel Nacimiento desplazable.
¿Qué dirían los otros viajeros? El sentido del ridículo los echó para atrás. De todas formas decidieron que el punto de encuentro, aunque no hubiera velas ni viaje en tren, sería la Losa que había tapado hacía una década la estación de Oviedo, aséptica y lóbrega para siempre, nunca más entrañable para reencuentros o despedidas.
Los hijos de aquellos no echaron en saco roto la idea primigenia. A ellos no les daría vergüenza llevar una vela encendida durante media hora.
Cuando se acercaron a preguntar si había algún inconveniente, no esperaban que en aquella ingenua iniciativa alguien pudiera ver algún problema de seguridad, pero lo había. Con los sensores antihumo, ocho o diez velas encendidas darían positivo y saltarían las alarmas en la cabina de mandos del maquinista. Los tiempos modernos se revelaban incompatibles con el romanticismo.
No hubo tal contratiempo porque una mano mágica y misteriosa dejaría suspendido momentáneamente el alarmante sistema.
Emprendieron el viaje de las velas. Al pasar por el túnel de Villabona el tren redujo la velocidad, los crecidos retoños, con las velas en la mano, se miraron y temieron estar ante una mueca de la historia, pero era un guiño del maquinista, sabedor de aquel viaje encantado. Herederos de ilusiones, este maquinista resultó ser hijo de aquel otro de los años setenta.
El tren llegó a Oviedo a la hora prevista. Ninguna vela se apagó en la marcha. Los jóvenes pusieron pie en el andén y se encaminaron hacia las escaleras mecánicas. Cuando llegaron arriba, a la Losa, sus mayores estaban entonando “…llevo roses y claveles y el corazón de una dama…”. Alguien abrió una bolsa de El Corte Inglés y dejó asomar aquel Nacimiento que décadas después volvería a presidir la cena de Nochevieja.