(Te) Chocó que el hijo de Adolfo Suárez preanunciara con inusitada antelación la muerte de su padre. Algún periódico habló de agonía. Te pareció exagerado si atiendes a la primera acepción del diccionario (angustia y congoja del moribundo) pero no a la siguiente (estado que precede a la muerte). Desde luego no es habitual. Esos trances suelen vivirse con discreción, aunque estemos hablando de una relevante figura. Las televisiones tuvieron tiempo de dedicarle homenajes póstumos en vida.
¿Se arrepentirá Suárez hijo? ¿Se habrá arrepentido Suárez padre de su pasado franquista? No lo crees. Los primeros espadas nunca transmiten arrepentimiento y raramente las dudas. En su fuero interno ellos sabrán. A veces se entera uno a través de las memorias.
Estos días de tanto elogio (merecido, sin duda, si echamos la vista atrás), no se te quitan de la cabeza las palabras que le dedicó Alfonso Guerra al referirse a él como el tahúr del Misisipi. Dice Guerra que se las atribuyen pero que jamás las pronunció. Esas y otras son palabras que se pronuncian en el fragor de la batalla y quedan dichas. A las veinticuatro horas se sacaron de contexto, pero duran siempre.
¿Se arrepintió Alfonso Guerra de esas palabras (no dichas)? Es otro gran hombre, aunque un escalón por debajo, y tampoco te lo imaginas en un acto de contrición, salvo para coger carrera, como cuando te preguntan en una entrevista de trabajo qué defectos te autoatribuyes y respondes que eres demasiado trabajador.
Al hilo de la frase del tahúr, piensas cuántas cosas habrás dicho, qué acciones habrás emprendido de las que te arrepientes con ojos de hoy.
Tropecientas, Buridán.
No tantas, sueles pensar antes de hablar. Eso tengo que seguir mejorándolo.
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